de Roberto Echavarren sobre ¨Felicidades Fugaces¨



Sobre Felicidades fugaces


Del mismo modo que Faulkner u Onetti inventaron un territorio ficcional, un espacio donde ocurren las acciones que narran, Teresa Porzekanski inventa en sus ficciones un tiempo, una época de Montevideo que ella sitúa varias décadas atrás. Se trata de un dispositivo que enmarca su ficción y le otorga una distancia con respecto al aquí y ahora, abriendo una instancia de libertad inventiva. Pero nos encontramos con que ese tiempo distanciado, hecho remoto de varias décadas, nos trae un mundo cuyas preocupaciones y cuyas realidades son las nuestras. En Felicidades fugaces, por ejemplo, un personaje, la negra Palmira, es devota de la religión africano-brasilera y concurre a la fiesta de Iemanjá tal cual se celebra en la plaza Ramírez en nuestros días, mientras que en 1952, fecha en que se sitúa ostensiblemente la acción de la novela, esos festivales no tenían lugar y la religión afrobrasilera empezaba a permear apenas círculos muy pequeños de uruguayos. De  modo que ese tiempo distante se vuelve al menos en parte un anacronismo, un tiempo actual disfrazado de tiempo distante. Podría decirse que el tiempo de la novela es mezclado: algunos elementos reminiscentes del pasado, otros correspondientes al presente, en un tiempo sui generis. Creo que el foco de preocupación en la narrativa de P. y en esta novela en particular es el tiempo: un tiempo que hace daño al pasar, y que resulta interrumpido momentáneamente por lo que la autora aquí llama “felicidades fugaces”: tomar un helado, sumirse en la investigación geográfica, ordenar la casa, o cualquier estado o labor cotidiana que nos saquen a la superficie de una felicidad fugaz, de un entretenimiento precario que nos ponga en un estado de contemplación. Quizá lo que Joyce siguiendo una tradición cristiana llamaba epifanía, y Proust momento privilegiado. De  modo que las novelas de P. y esta en particular no son  novelas de acción, ni siquiera de relación entre personajes, sino de convergencia. Las personas que viven en diferentes apartamentos en un edificio del barrio sur, supuestamente en la década de los cincuenta, muestran una serie de vidas paralelas como Plutarco para entresacar un descubrimiento: que todos buscan lo mismo, o por lo menos algo equivalente, pero cada cual tiene su manera, su dispositivo, sus recursos para lograrlo. Eso que buscan y obtienen cada cual a su  modo son la felicidades fugaces. Maneras de olvidar el trabajo devorador del tiempo, modos de situarse fuera del tiempo o en ese tiempo otro que es también el de la escritura y que la autora aquí ubica en otra década, en otro tiempo, que es el nuestro, pasado y recobrado en momentos escasos de exaltada visión. Fuera de esas felicidades fugaces nada puede establecerse: ni un fondo dogmático, religioso o imaginario, ni una vida detrás de la muerte, ni un agujero paradisíaco en el fondo del océano. Hay sí una exploración de la tierra, un afán descriptivo y cientificista que por su fragmentarismo se vuelve poético, y que es el intento de investigar el fuego interior de la tierra, que alienta también como un centro secreto dentro de nosotros. Los instrumentos para acceder a él son la descripción (de las superficies, de la superficie de la tierra) y la metáfora, que es un salto en el vacío, un lujo sospechoso que la autora se permite pocas veces, porque irremisiblemente falsifica aquello que desearíamos conocer, pero que resalta al fin de la novela: Dios no tiene rostro, resulta incognoscible, nada puede afirmarse sobre él, pero es COMO un gato que duerme en un césped infinito. Espero que nuestro encuentro de hoy sea para Teresa Porzekanski tanto como para nosotros una felicidad fugaz. 

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