Ainsa: El nuevo cuento uruguayo.

El nuevo cuento uruguayo
La alegoría inconclusa: entre la descolocación y el realismo oblicuo
Fernando Ainsa
Sinopsis: De acuerdo con el autor de este
artículo, es posible identificar dos tendencias
en la producción cuentística uruguaya más
reciente. Una de ellas consiste en la
descolocación o deliberada marginalidad en
el discurso de las voces narrativas; la otra, en
una recurrente transgresión de los límites
impuestos por el realismo, en una
representación distorsionada de la realidad
objetiva que roza lo fantástico y lo absurdo.
El autor considera que ambas tendencias,
cuyo resultado es una “visión sesgada del
mundo”, se encuentran presentes en los
relatos de cinco autores uruguayos
contemporáneos: Cristina Peri Rossi (1941),
Ricardo Prieto (1943), Teresa Porzecanski
(1945), Hugo Burel (1951) y Rafael
Courtoisie (1958).
Summary: According to the author of this
article, it is possible to identify two different
but interrelated trends in a number of short
stories written by Uruguayan authors in the
last decades. The first of these two trends
consists in a conscious displacement or
marginal condition clearly manifested in the
discourse of the narrative voices; the second
one, involves a constant transgression of the
limits imposed by realistic narrative, a
distorted representation of objective reality
that, to a certain extent, echoes fantastic
literature and the idea of the absurd. These
two tendencies, which together produce an
“oblique vision of the world”, can be traced
in the short stories written by five
contemporary Uruguayan authors: Cristina
Peri Rossi (1941), Ricardo Prieto (1943),
Teresa Porzecanski (1945), Hugo Burel
(1951) y Rafael Courtoisie (1958).
Palabras clave: cuento uruguayo, marginalidad, realismo.
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El nuevo cuento uruguayo, si bien participa de la polifonía temática y el estallido formal
que puede reconocerse en la narrativa hispanoamericana a partir de los años sesenta, prosigue en
lo esencial las líneas estéticas inauguradas por Juan Carlos Onetti (1909) y por Felisberto
Hernández (1902). Por un lado, profundiza la mirada descreída y la postura deliberadamente
“descolocada” y marginal (si no es que marginada) del “hombre sin fe ni interés por su destino”,
definido por el propio Onetti; y, por el otro, explora las fronteras de un realismo sesgado,
ensanchado hasta los límites del absurdo y lo fantástico gracias a la incursión en las “tierras de la
memoria” que propicia Felisberto.
Ambas tendencias —aunque originalmente diversas, cuando no opuestas— coinciden,
sin embargo, en operar al margen del corpus canónico y del “gran cauce” de las corrientes en
boga, mayoritariamente realistas. Su estética y temática invitan a “hacerse a un lado” y a
replegarse sobre sí mismas, obedeciendo a una vocación minoritaria de autoexclusión. En la
confluencia de estas líneas complementarias, donde marginalidad y fantasía pueden explicarse
recíprocamente, surge esa visión sesgada del mundo, esa percepción particular, ángulo de
coincidencia entre sensibilidad estética y filosofía existencial, vivencia del absurdo más que
teorización angustiada sobre el sin sentido, postura de base y desajuste, a partir de la cual se
proyecta y elabora la poética de una corriente de escritores que en el Uruguay de hoy puede
considerarse mayoritaria.
En efecto, la producción cuentística uruguaya de las últimas décadas ha hecho de ese
espacio su línea de mayor fuerza creativa: trascender lo cotidiano por la desmesura y el absurdo,
proyectar alegorías y mitos degradados desde la irrealidad, derivar conscientemente de lo
colectivo a una descolocación individual. A ello ha contribuido no sólo la tradición literaria
inaugurada por El pozo (1939) de Juan Carlos Onetti y Por los tiempos de Clemente Colling
(1942) de Felisberto Hernández, sino la propia historia reciente del país.
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Entre junio de 1973 y marzo de 1985 el Uruguay vivió bajo una dictadura donde la
censura, la represión, el exilio y las diferentes formas de resistencia interna, marcaron de tal
modo la vida cultural que buena parte de la producción literaria se vio obligada a “situarse”
coyunturalmente en relación a lo que eufemísticamente se llamó el “proceso”. Si los escritores
mayores sufrieron la fractura y la desarticulación del sistema de integración solidaria que se había
“modelizado” desde el principio de siglo hasta fines de los años cincuenta, como una pérdida
cultural evocada con rabia y nostalgia, los más jóvenes, especialmente los nacidos a partir de los
años cincuenta, crecieron en la orfandad y en la ausencia de referentes. Agotadas las expectativas
y creencias en posibles realidades alternativas generadas en los esperanzados años sesenta,
desmoronadas las utopías de las que apenas habían tenido sus ecos voluntaristas, estaban privados
de ilusiones. Todo los empujaba a la desafiliación y a un desenganche no sólo literario, sino vital.
Este divorcio acrecentó social y políticamente lo que era ya una marcada y significativa
postura literaria: la sensación de vivir un exilio interior que conducía en forma irremediable a una
visión marginal y sesgada de una realidad que no podía ser abordada frontalmente. No es extraño,
entonces, que al restablecerse la normalidad democrática el 1 de marzo de 1985, la escritura ya
estuviera irreversiblemente marcada por ese enfoque y esa postura.
Desde entonces, la producción cuentística reflejaría las apasionantes posibilidades que
la descolocación propiciaba: la trasgresión de géneros, la provocación temática, los insólitos
puntos de vista, las realidades especulares insinuadas “detrás de la puerta”, esa articulación “entre
el dentro y el fuera” con que George Simmel abre y cierra, según las ocasiones y el oficio de los
“cerrajeros”, el espacio que separa el realismo de lo fantástico que tan sugerentes aplicaciones
encontraría en la veta abierta por Onetti y Hernández.
El progresivo despojamiento de certidumbres, auténtico paradigma de la nueva
cuentística uruguaya, pero en cuyos signos se reconoce la misma desconcertada temática que
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recorre las mejores páginas de la narrativa universal contemporánea, genera ese “umbral” que
permite el pasaje del escepticismo al descubrimiento de nuevos territorios ficcionales. Gracias a
una sensibilidad aguzada por un contexto que la empujó fuera del sistema y la hizo excéntrica,
desajustada en relación con lo que eran las atribuciones que le asignaba el canon como misión
secular, la ficción se ha instalado desde entonces y hasta ahora en la fragilidad de las zonas
intermedias, donde se gesta tanto el impulso de creación como su púdico repliegue.
La herencia de los “pequeños seres”
La herencia de la visión oblicua que ha potenciado la descolocación de la nueva
cuentística uruguaya debe remontarse, sin embargo, a un siglo de tradición literaria, inaugurada
por las Memorias del subsuelo de Dostoievsky y proseguida por El extranjero de Camus, el
emblemático “K” de Kafka y los anti-héroes “malditos” de Barbusse o Céline, pero también por
la mejor literatura del sur norteamericano, Erskine Caldwell y William Faulkner. “Almas
muertas”, “pequeños seres” y outsiders que inspiran tanto ternura como rechazo, habían
encontrado a partir de los años veinte una segunda patria en el “destierro” del Río de la Plata y se
prolongarían sin dificultad en el primer Eduardo Mallea y en Roberto Arlt, antes de desembarcar
en la narrativa uruguaya.
A diferencia de lo que había sucedido con sus equivalentes europeos, estos “pequeños
seres” latinoamericanos se mostraban sin angustia existencial y sin dramatismo; eran poseedores
de esa resignación y esa aparente “indiferencia moral” que caracteriza a los personajes de Onetti
y que heredan los excéntricos marginales de L. S. Garini (1903), los “maniáticos” y “mareados”
de Julio Ricci (1920) y la galería de almas solitarias que, como Eladio Linacero en El pozo, se
vuelven “por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas”.
Disparate y fantasía emanan de los nimios gestos cotidianos que retrazan los cuentos de
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Felisberto Hernández, un autor que invitó creativamente a los autores “realistas” de los años
cuarenta y cincuenta a transgredir subversivamente los límites de lo visible. A ello contribuiría la
exploración del subconsciente propiciada por el surrealismo.
Los antihéroes de los relatos de Héctor Galmés (1933), Miguel Ángel Campodónico
(1937), Mario Levrero (1940), Cristina Peri Rossi (1941) y posteriormente los de Ricardo Prieto
(1943), Gustavo Seija (1943), Tarik Carson (1945), Teresa Porzecanski (1945), Elbio Rodríguez
Barilari (1953), Juan Carlos Mondragón (1951), Hugo Burel (1951), Leonardo Rossiello (1953) y
Rafael Courtoisie (1958), ahondan en ese “sinsentido” que fragmenta y estría la realidad y
exploran (y explotan literariamente) la miríada de reflejos irreales y “surreales” en que se
descompone el “orden de las cosas” establecido. No se trata, en ningún caso, de una literatura
fantástica pura, sino más bien de un realismo “oblicuo” o “ensanchado”. El realismo se
distorsiona en grotesco o se multiplica en alegorías de interpretaciones ambiguas, cuando no
contradictorias. Sin embargo, sus leyes no han sido totalmente abolidas, aunque sí transgredidas o
soslayadas con ironía. Se ha invitado a la “desobediencia” sin proponer la subversión. Se esquiva
su cumplimiento sin derogar dichas leyes perentoriamente.
La alusión, la parodia, la ironía que habían sido los subterfugios con que la creación
expresó el rechazo a la censura y la represión durante el período de la dictadura, se han
convertido en eficaces resortes de descompresión y desdramatización de “la realidad sin sentido”
del mundo situado de este “lado de la puerta”. Reírse de sí mismo o de las situaciones narradas es
una forma de desplazar el enfrentamiento maniqueo y de eludir categorizaciones o dogmatismos
que se consideran inútiles. El mérito de no tomarse excesivamente en serio, evita hacer de la
escritura algo triste, solemne o trascendente. El humor se transforma en el arma corrosiva con la
cual se desnudan los tics, tópicos y personajes arquetípicos de la sociedad. Un humor que
denuncia los abusos del poder, la burocracia, las inercias y rutinas de una realidad fracturada y
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viviseccionada con un frío escalpelo, pero cuyo firme pulso de escritura está guiado por un afecto
entrañable del cual se adivina su secreto temblor.
Es en el cuento, más que en otras formas literarias, donde mejor cristalizan estas
direcciones confluyentes. Cinco autores del período lo demuestran en forma palmaria: Cristina
Peri Rossi, Ricardo Prieto, Teresa Porzecanski, Hugo Burel y Rafael Courtoisie. Los hemos
elegido —entre otros que podrían haber figurado igualmente en este grupo— como
representativos del nuevo cuento uruguayo que explora los límites de lo real: Peri Rossi haciendo
de la condición de “extranjero” el ángulo oblicuo privilegiado para observar el mundo
contemporáneo; Prieto llevando la trasgresión a su paroxismo expresivo; Porzecanski elaborando
una estética hecha de la fractura de los ritmos corporales, dolorosa desestructuración a partir de la
cual construye un lenguaje en el que apenas se disimulan los fragmentos sanguinolentos de sus
partes; Burel ahondando en los territorios periféricos y en la melancolía del desarraigo a través de
relatos construidos como cuidadosos mecanismos de relojería; Courtoisie haciendo estallar los
géneros con una provocadora prosa, donde se debaten obscenidad y fina metáfora poética.
Los cinco autores incursionan, al mismo tiempo, en otros géneros. Peri Rossi y
Courtoisie en la poesía y la novela, Burel en la novela y Prieto en el teatro y la novela, aunque
también ha frecuentado ocasionalmente la poesía; Porzecanski en la novela y los estudios
antropológic os, área en la que goza de un respetable reconocimiento. Pese a que un amplio
espectro de formas breves que Peri Rossi, Porzecanski y Courtoisie exploran con espíritu
vanguardista, difuminan las fronteras entre poesía y prosa, es el cuento riguroso y formal en su
estructura, pero abierto y polifónico en su temática, el que practican todos ellos con oficio y
eficacia, haciendo del “ángulo sesgado” un punto de vista con el cual la realidad se colorea de
renovados e inesperados tonos.
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Analizamos a continuación la obra cuentística de los cinco autores propuestos. Lo
hacemos por el orden cronológico de su nacimiento.
Los “extranjeros” de Cristina Peri Rossi
El conjunto de la obra de Cristina Peri Rossi (1941) es coherente y está transvasado
entre poesía y narrativa, artículos y declaraciones, por una visión del mundo oblicua, tangencial,
regida por exclusivas y secretas leyes de creación literaria. Un mundo que se aparece como
incapaz de reaccionar a su propio proceso degenerativo, no por falta de lucidez, sino por estar
inmovilizado en las estructuras lingüísticas que impiden plantear propuestas alternativas. A esta
limitación de pasiva inmovilización, Cristina Peri opone una vocación transgresora del lenguaje
en el espacio disociado del otro territorio que habita desde Los museos abandonados (1968), ese
territorio hostil de la anti-utopía caracterizado por un paisaje urbano geométrico y desolado, con
ciudades lluviosas y grises, iluminadas por luces fluorescentes, “donde la peripecia del hombre se
ve como a través de un vidrio” (Peri Rossi, “Génesis de Europa después de la lluvia” 75), es
decir, caracterizado por la soledad y la incomunicación.
Desde ese primer libro de cuentos, los personajes de Peri Rossi viven en un mundo
regido por leyes que son fruto del rechazo de la “realidad sin sentido”. En el relato titulado
alegóricamente “Los refugios”, los personajes han decidido vivir en el universo clausurado de un
museo, porque allí “nunca ocurría nada”. Huyen de una calle “llena de gente”, donde hay hambre,
frío, “demasiadas luces”. Corren y se agolpan en las puertas de acceso al museo, donde muchos
quedan aprisionados, pero donde los que logran entrar pasan a vivir en un universo frío y
silencioso.
“Ésta es nuestra casa; ése es nuestro techo”, se dirán satisfechos los ateridos refugiados,
una vez cruzado el umbral que los separa del exterior. Desde el museo, los “gritos” de la calle son
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más contrastados, un “fragor” de una vida pautada por fechas, reuniones y ritmos frenéticos. En
el museo asumen la ilusión de poder “recrear el mundo, renovarlo” a partir de la realidad estática
de las “estatuas”, encontrando en ellas “la vida disimulada, el símbolo perfecto, la alquimia y la
semántica” (Peri Rossi, Los museos abandonados 142).
A partir de ese momento, la obra de Peri Rossi habita ese otro país alternativo, donde no
deja de ser perceptible una “militancia intelectual que asume la condición contemporánea en su
problemática integral” (Pittarello 260). Su coherencia surge de un gesto deliberado de
descolocación: haber abierto la puerta que la ha conducido a una realidad que ella misma ha
edificado y a la que invita al lector. Es la “invitación a franquear la entrada” de una casa interior,
una invitación para que “el lector protagonista descubra por su cuenta otras puertas que no han
sido fabricadas en las carpinterías de la ciudad diurna”, como sugiere Julio Cortázar en la
introducción que le consagró a La tarde del dinosaurio (1984), donde cada relato propone “un
avance por habitaciones, galerías, patios y escaleras que absorben al lector y lo separan de su
mundo previo” (Cortázar 15).
Poseído por la “inquietante extrañeza” que describe Julia Kristeva en Pouvoirs de
l'horreur, el discurso de Peri Rossi se instala en los límites de lo especular, se mantiene en la
orilla del reflejo que no olvida la condición del reflejado, en lo fronterizo, en el “comportamiento
límite” cuyo ángulo de observación es inevitablemente el del no integrado, del extranjero, el que
vive en el borderline. La propia autora ha subrayado la importancia de esta mirada: “El ángulo de
observación del no integrado, del extranjero (el ángulo del excluido) me permite desarrollar
algunos temas, sentimientos y sensaciones por las que experimento atracción: la agonía, el
contraste, el paisaje natural degradado, el paisaje urbano y su alienación” (Peri Rossi, “Génesis de
Europa después de la lluvia” 71).
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La condición de extranjero marca el punto de vista del que irrumpe en el territorio del
“otro lado de la puerta”, ya que: “Quizás, los que no son extranjeros no llevan una ciudad
adentro. No sueñan con mapas desconocidos” (Peri Rossi, “Génesis de Europa después de la
lluvia” 170). Sin embargo, la condición de extranjero no es una condición per se. Son los “otros”
los que nos hacen extranjeros, porque “no se nace extranjero, se llega a serlo”. Es posible,
entonces, preguntarse si en definitiva “todos son extranjeros”, como afirma en forma
criptográfica el turista del relato “En la playa”. Extranjero, ser marcado por la condición de “ex”,
extrañado, excéntrico y, por lo tanto, capaz de la sorpresa que lo desconocido siempre provoca,
fuera de las entrañas de la tierra, “desentrañado”, descolocado. Sentirse “intruso”, sentirse
“extraño”, descubrir el “vacío” o como en Una pasión inútil que “lo extraño es hostil”, propicia
extravíos y desencuentros en un espacio progresivamente oclusivo. En el relato “Las estatuas o la
condición del extranjero”, el protagonista confiesa: “Me sentí extranjero y perturbador […].
Descubrí, entonces, que la condición del extranjero es el vacío; no ser reconocido por los que
ocupan un lugar por el solo derecho de estar ocupándolo” (Peri Rossi, El museo de los esfuerzos
inútiles 132). La difusa xenofobia de quienes “no reconocen” al extranjero, se reivindica en
nombre del derecho de quienes han ocupado un lugar antes que los otros. Todo el que llega
después será un intruso, un extranjero.
Un extranjero marcado por su propia descolocación en el mundo de los “demás”, al
modo definido por el autor de El extranjero, Albert Camus, en El mito de Sísifo:
Un mundo que pueda ser explicado por razonamientos, aunque defectuoso, es un
mundo familiar. Pero en un universo que súbitamente se ve privado de ilusiones y
de luz, el hombre se siente como un extranjero. Es el suyo un exilio irremediable,
ya que está falto de los recuerdos de una patria perdida, así como de la falsa
esperanza de una tierra prometida que se aproxima. Este divorcio entre el hombre
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y su vida, el actor y sus decorados, constituye ciertamente el sentimiento del
absurdo.1 (Camus 18)
Se trata, en todo caso, de una automarginación impuesta por las frágiles fronteras del ser
y por la propia hostilidad del mundo circundante. En la “maquinaria del mundo desencadenado”
del “otro lado de la puerta” en que se estructura significativamente la obra de Cristina Peri, los
paisajes desfilan empapados de un “frío apocalíptico”, en una naturaleza degradada, con seres
ateridos, nostálgicos y solitarios, incapaces de ser comprendidos, buscando refugio en los lugares
más inverosímiles: una cuerda floja en la que ha hecho su morada el protagonista de “En la
cuerda floja” o el árbol del que no quiere bajarse el niño de “El laberinto”. Pueden también
refugiarse en el fondo de un pozo esperando el fin de una sequía (“La Navidad de los lagartos”),
tañendo campanas en un pueblo deshabitado (“El tañedor de campanas”), o cantando en el
desierto (“Cantar en el desierto”).
En algunos cuentos, como en “Instrucciones para bajar de la cama”, los actos banales,
los gestos inconscientes de la vida cotidiana, aparecen solemnizados, ritualizados y revestidos de
una calculada minucia operacional. Cada movimiento está precedido de advertencias, de
preavisos y de preparativos cuidadosos, guiados por el pavor y el temor del contacto con los
“demás”, ese otro desconocido que ha dejado de ser prójimo para ser enemigo. Sin embargo, el
abúlico personaje, aún estando en los límites del autismo, siente a veces los súbitos impulsos de
participar e intervenir en el mundo, aunque reconozca que “bajar no siempre es una tarea fácil” y
que, aunque lo hiciera, ello no serviría de nada “ni en un sentido ni en otro”. El mundo será
siempre un mundo ajeno, un mundo extraño, un mundo, en definitiva, extranjero.
En ese “otro lado”, los personajes de Peri Rossi pueden vivir encerrados en su casa,
mirando un acuario donde se desgarran con violencia peces negros y colorados (“El efecto de la
luz sobre los peces”), percibiendo el mundo a través del vidrio de un bocal, tal como lo observa el
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feto de “Indicios pánicos”, auténtico proto humano digno del mejor Samuel Beckett. Se trata, en
forma asumida, de una automarginación impuesta por las frágiles fronteras del ser y, tal vez, por
la propia hostilidad del mundo circundante. En “La cuerda floja”, desde el título significativo
hasta el final efectista en que todo el mundo quiere subirse a ella, pasando por el protagonista que
ha decidido “estar todo el tiempo en el aire”, el sentido alegórico es explícito. Se prefiere estar en
la cuerda floja, viviendo en el aire, en una especie de espectáculo circense sin sentido, a vivir en
la “realidad” del suelo firme, con los pies en la tierra.
La dificultad del pasaje de una realidad a otra, más allá de la violencia o el estallido que
puede desencadenar, es la garantía de las diferencias que se protegen en ambos lados del umbral
que las separa. La mujer del relato alusivamente titulado “El umbral”, quien no puede llegar a
soñar porque “le faltaba la puerta de los sueños que se abre cada noche para poner en duda las
certidumbres del día” (Peri Rossi, Una pasión prohibida 123), comprende que en los sueños las
puertas no se abren y, sobre todo, que es más difícil soñar el sueño de otro que “escribir un cuento
ajeno”. En todo caso, el otro lado no garantiza una escapatoria feliz, ni el prometido paraíso de lo
desconocido.
A veces, los pasajes entre una realidad y otra se multiplican, como se propone en “La
historia del príncipe Igor”. En el palacio del príncipe se conservan los sueños en frascos para que
puedan volver a ser soñados, los espejos reflejan a personajes que son capaces de atravesarlos y
los sueños pueden ser sobre espejos que reflejan otros espejos donde se reflejan, a su vez, frascos
con otros sueños. Sueños que, desde el momento en que están conservados en frascos de vidrio,
pueden ser vistos al trasluz y reflejar sueños de otros tiempos y de lugares remotos. La cacofonía
resultante es un verdadero laberinto de realidades y ficciones oníricas donde ya no se sabe de qué
lado se está.
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Construida a partir de un complejo tejido de transtextualidades, la obra cuentística de
Peri Rossi propone una literatura en “segundo grado” de sugerente arqui-textualidad, literalidad
plena de alusiones, de citas directas o disimuladas, de significados explícitos o distantes en
títulos, subtítulos, epígrafes y notas a una literatura universal cuyos referentes maneja con soltura.
El universo cerrado y obsesivo de Kafka y Beckett, los divertimentos ingeniosos de Calvino y
Buzzatti, las hipersensibles Virginia Woolf o Catherine Mansfield, la cruel retorsión de Flannery
O'Connor, se cotejan con las “ficciones” de Borges y los relatos de Julio Cortázar.
Un universo que no es sólo literario, sino pictórico. En Peri Rossi se transita por paisajes
urbanos dignos de Giorgio de Chirico, plazas vacías pobladas de estatuas vueltas de espalda y
ensombrecidas por la contaminación atmosférica, apenas atenuadas por la atmósfera onírica de
ciertos paisajes urbanos de Salvador Dalí, especialmente cuando nos habla de “un enorme reloj
caído en el suelo que señalaba una hora improbable”. Del mismo modo se circula por la atmósfera
irreal que nos provoca el realismo exacerbado de la pintura del Pop-Art y del Hiper-realismo
norteamericano (pienso especialmente en los paisajes urbanos de Edward Hooper), con personajes
empapados de la leve ensoñación de los seres de Leonor Fini o del simbolismo de visionarios
decadentes como Khnopff, el pintor de “la ciudad abandonada”. En el relato, titulado justamente
“La ciudad”, el protagonista “era el arquitecto de una urbe que no había querido construir” y
recorre plazas desiertas con estatuas siempre de espaldas, vastas superficies de calles sin casas,
con escaleras que “no conducen a ninguna parte”, y donde en forma significativa confirma que “la
ciudad con la que sueñas no tiene nada que ver con la que te vio nacer. Lo he comprobado” (Peri
Rossi, El museo de los esfuerzos inútiles 161-73).
Muy probablemente, la clave de la utopía de Peri Rossi no sea más que una kakotopia, es
decir la utopía del infierno, como adelanta explícitamente “La ciudad de Luzbel”, relato incluido
en Cosmoagonías, donde tras el verso iniciático de Dante: “Por mí se va a la escondida senda. Por
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mí se va al eterno dolor”, el protagonista responde emocionado: “Dejad toda esperanza, vosotros,
los que entráis”. Sin embargo, poco a poco, tras este periplo del otro lado de la puerta, la obra de
Peri Rossi más reciente ha vuelto a cruzar el “umbral” para retornar a la realidad de este mundo.
Lo ha hecho inventariando los Desastres íntimos (1997) de la vida cotidiana y las
transgresiones a las que invita una sexualidad que ha potenciado en su obra novelesca (Solitario
de amor) y poética (Evohé, Aquella noche, Otra vez Eros) para irrumpir finalmente en sus cuentos
y relatos. Fetichistas que “pertenecen al ámbito de la fe, jamás al de la ciencia”, lesbianas
asumidas y transexuales que se ofrecen en la ambigüedad del ángel, homosexuales que se
descubren sorprendidos, protagonizan esta apertura de una ficción que trasciende el absurdo en
que estaba confinada y lo hace gracias a una inesperada liberación.
Las feroces transgresiones de Ricardo Prieto
Ricardo Prieto (1943), desde una sólida y reconocida experiencia como autor teatral
vanguardista en la mejor tradición de Ionesco, Adamov y Beckett, se ha incorporado con
Desmesura de los zoológicos (1987), La puerta que nadie abre (1991) y Donde la claridad
misma es noche oscura (1994) a la línea de los “heterodoxos” uruguayos que han hecho estallar
los estrechos límites del realismo en el ángulo oblicuo de la mirada transversal de lo extraño y lo
absurdo inscrito en lo cotidiano. Su puerta, aunque sea “la que nadie abre” —como titula uno de
sus volúmenes de cuentos— es, en realidad, la más sugerente desde el punto de vista alegórico.
En Desmesura de los zoológicos, presentado a modo de álbum fotográfico, Prieto crea
antropomorfizados insectos “kafkianos” capaces de reprochar la gordura de los muslos de la
mujer sobre la que se instalan (“Usurpación”), cuenta un suicidio “indirecto” a través de una
ceremonia de zoofilia con una serpiente venenosa (“Aprendizajes”) y describe un acto de
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necrofilia con la esposa que acaba de morir a la cual, tras treinta años de matrimonio, no sabe si
ama u odia (“No es bueno morirse solo”).
Con tono de predicador apocalíptico, relatos como “Venganzas del porvenir” recuerdan
que “el porvenir no debe contarse”, algo que “acatan casi todas las personas sensatas”. Se trata de
una sensatez que anuncia los peligros de la lógica librada a sí misma en “Jugando sola”: “Lo peor
que puede ocurrirle a una mujer que tiene una sola mano es perderla. Si la pierde por una apuesta
lo que le ocurre es absurdo. Si, finalmente, la apuesta la hace con una parte de sí misma, el
absurdo se vuelve incomprensible” (Prieto, Desmesura de los zoológicos 25). Amputada en forma
progresiva de sus extremidades en juegos a los que se libra solitariamente, Dionisia Font anuncia
la autodestrucción a la que sucumben otros antihéroes de Prieto: los que se devoran a sí mismos,
los que se penetran para desaparecer en el interior del ser amado, los que interponen extraños
monstruos en el centro de juegos eróticos, todos ellos oficiantes de ceremonias secretas regidas
por estrictas normas no develadas. La desmesura de los zoológicos no es otra cosa que un
bestiario alucinante, como surgido de las descripciones del Apocalipsis de San Juan o de un
cuadro de Jeronimus Bosch, en todo caso poblando con lúbricos y aterradores seres un universo
viscoso digno de Lovecraft.
En “La puerta que nadie abre”, los límites ya han sido franqueados y Prieto proyecta
auténticas alegorías a modo de metáforas continuas, proposiciones de simultaneidad de sentidos
que lanza, con cierto agresivo regodeo, a la faz del lector desprevenido. Estamos, tal vez, en otro
planeta, donde todas las transgresiones son posibles. Sus pobladores, divididos entre Primarios,
Esotéricos, Eróticos y Brujos, comparten un destino grotesco e hiperbólico, difícilmente
soportable. Es, en cada caso, la expresión de una imaginación liberada y desbordante, donde,
como ha sugerido Mercedes Ramírez, no es “difícil conjeturar que por detrás del siniestro desfile
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de criaturas insólitas practicantes de ritos asqueantes o insoportables” (Ramírez 8), haya una
experiencia de sufrimiento que legitime “aquella parafernalia del horror”.
En Donde la claridad misma es noche oscura, Prieto aparentemente se ha calmado,
aunque la cita bíblica del Libro de Job que da título al volumen de cuentos: “tierra de espantosa
confusión, donde la claridad misma es noche oscura”, anuncia nuevas ordalías. El mundo
pesadillesco es ahora el de viejos caserones que pueden ser tanto la nostálgica morada que abrigó
la felicidad, como el descalabrado refugio donde se aísla un solitario, un universo poblado de
niños portadores de una inocencia que es siempre mancillada en un mundo regido por leyes
implacables (“Otro pescado muerto”). En el cuento que da título al volumen, se narra la más
sórdida de las historias posibles: el amor incestuoso y homosexual entre dos hermanos bajo la
tolerante mirada de un padre de vida disoluta, relación propuesta en forma exhibicionista para
asegurar así la “consolidación” de una “definitiva trasgresión”.
El inventario de crueles ignominias de estos cuentos se revela finalmente tan feroz como
el de las obras anteriores donde había sido explícita. La violencia conyugal a la que asiste el niño
protagonista de “La lámpara”, el despojamiento de una casa a una anciana como invitación al
suicidio finalmente consumado de “Un lugar de este mundo”, la tensión a la que está sometido el
hogar sobre el que va progresivamente reinando Manuela, la sirvienta de la casa (“Manuela”), no
dejan ni un resquicio a la piedad o al perdón. Por ello, con tono de resignada entrega, digno del
mejor Onetti, Prieto narra en “Sin protestar” cómo un jubilado sin aspiraciones acepta sin
resistencia la injusta acusación de haber seducido a una niña de comportamientos provocadores,
tal vez porque Ricardo Prieto cree —como ha sugerido Gustavo Seija— que “estamos inmersos
en la abyección, el egoísmo, las bajezas de una escala de valores que no conocemos ni nos
importa que exista.”
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La alegoría inconclusa... Nº4: Otoño, 2001
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Los cuerpos desintegrados y la construcción del lenguaje de Teresa Porzecanski
Con obsesiva tenacidad, los cuentos y relatos de Teresa Porzecanski (1945) son una
dolorosa comprobación de la fragilidad del cuerpo humano y lo difícil que es mantener el
equilibrio de la mente que debe regir funciones fisiológicas y ritmos circulatorios bajo la
constante amenaza de su desarticulación. Su prosa, hecha de la agotadora tensión que esa
vigilancia de la armonía del propio cuerpo conlleva, está llena de alusiones a la rutina y a las
tentaciones de locura que invitan a trasponer los límites de una identidad cuestionada. Con
frecuencia cede a esa invitación y, entonces, el relato resbala hacia otras formas narrativas o
estalla, como un caleidoscopio, en los fragmentos de sanguinolentos cuerpos lacerados y miradas
que no se reconocen en los espejos que las reflejan. La deconstrucción corporal se revierte así en
una trabajosa articulación lingüística capaz de expresarla. Son las “construcciones” que Teresa
Porzecanski propone desde el propio título de una de sus obras clave, Construcciones (1979),
edificación por el lenguaje de lo que ha sido demolido en la propia entraña, desechos orgánicos
transformadas en novedosa materia narrativa.
La empresa es deliberada y se ha ido precisando a lo largo de siete volúmenes que se
han completado, entrelazados y complementarios, reiterados y concomitantes, desde El acertijo y
otros cuentos (1967) hasta Nupcias en familia y otros cuentos (1998). El proceso creativo no ha
sido lineal, sino un permanente cuestionamiento de los puntos de partida iniciales, variantes de un
mismo texto, acotaciones, repeticiones y apostillas de volúmenes que son antologías de otros,
pero acompañados de novedosas inflexiones circulares, al modo de un pensamiento que se fuera
desenroscando a medida que otros anillos se repliegan con pavor sobre sí mismos.
Obra singular en las letras uruguayas contemporáneas, los cuentos de Teresa
Porzecanski son auténticas alegorías iniciáticas. Por lo pronto, de iniciación al lenguaje. La
El Cuento en Red F. Ainsa
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entrada en el lenguaje es para la autora de La respiración es una fragua (1989) como un paseo a
lo largo de palabras encadenadas en corredores truncados, laberínticos y llenos de “puertas falsas,
inconducentes y maléficas”. Este recorrido permite la invención de un mundo ¾del que forma
parte la ficción¾ gracias a un “sacrificio de definiciones que crepitan y se exhuman y renacen”,
función subversiva que ejecuta violentando las palabras y asociándolas en forzadas parejas
metafóricas, no siempre desentrañables. Se trata de desbaratar el rígido ordenamiento de las
sílabas, ya que “la alternancia estricta de consonantes y vocales” es el resultado de “una
insoportable mediocridad”. Si bien inicialmente el lenguaje es una “ciudad desierta”, se puebla en
su prosa de una espesa, cuando no opresiva, vegetación barroca. Las frases se retuercen como
lianas que van ahogando sentidos y acepciones reconocidas, para abrirse a los abismos
insondables de otras que habrá que ir bautizando con dolores de parto.
Invirtiendo el principio del discurso del método cartesiano, “Pienso, luego existo”, los
personajes de Porzecanski pueden decirse: “Yo, o sea mi cuerpo, mis venas latiendo, el
endemoniado ritmo de la vida”, toma de conciencia de la compleja riqueza de los fluidos
corporales y las funciones fisiológicas ajustadas como un mecanismo de relojería, que sólo hace
más patente el equilibrio frágil proclive a la desarticulación y al desarreglo. Cuando un cuerpo
cae desde un tercer piso ¾como en “Intemperie”¾, los pedazos se descolocan, como
“liberándose violentamente del engranaje de la circulación que los había mantenido ligados por
un artificio aglutinante de rutina”. No es extraño que se pregunten, en el borde del desquicio, “si
los cuerpos pueden conservar vidas fragmentadas en sus partes amputadas” o si “tal vez les quede
algo de aderezo en sus tendones o un dispositivo, que no su voluntad, los ensamble con los
automáticos vaivenes de los astros” (“Pedazos”). La conclusión es fatalmente negativa: “Hay
quien nos disgrega del todo, Siempre. Al final”.
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El yo tiene, pues, un “límite inseguro y temeroso”, irreconciliable y probablemente
inexistente, a pesar de la “paradoja” de un cuerpo marcado, con “carne diferenciada distintiva
elegida para ser tú, producida para llevarte y desplazarte” (“Los otros”, Construcciones). La
identidad, estructurada gracias a esos ritmos sanguíneos circulatorios, temperaturas corporales,
capacidad respiratoria, número de leucocitos en la orina, glándulas funcionando “ajenas a las
decisiones”, está continuamente amenazada por el desequilibrio y una automarginación que invita
a la paranoia. Así, de golpe, un ritmo corporal hecho de una rutina no cuestionada se desarticula y
estalla en fragmentos que un mórbido coleccionista etiqueta, como el protagonista de “Hobbies”
(Ciudad impune), para descubrir con horror que la pieza que le falta es su propia pierna.
Otra pierna, una pierna suelta, abandonada y enterrada entre escombros y basura,
emerge y reclama una atención que la indiferencia de los pasantes desmiente en el relato
“Pedazos”, aparente ajenidad que termina siendo propia. “Y abandonar mi cuerpo ya sin aliento
sepultado allí con los escombros. Y la pierna. Dejé también la pierna, que todavía respiraba. La
tuve que condenar a su propia agonía”. En otros casos, el “inventar personajes”, lo que es
privilegio de la escritura ¾como sucede en “Identificación” (Esta manzana roja, 1972)¾, puede
ser un torpe recortar cuerpos por el medio, con “piernas hacia un lado y entreverado el tronco”,
aunque en el papel carezcan de volumen y no puedan “alcanzar muchos suspiros”. Los personajes
así construidos se observan a sí mismos. Buenaventura en “Manías” (La respiración es una
fragua) se contempla como parte de un cuerpo desintegrado, en “su ropa apergaminada, como
una piel ya adherida al cuerpo, gris y previsto, irremediablemente moldeado”.
Del mismo modo, la digestión aparece como un proceso donde los “nobles alimentos”,
una vez ingeridos, “rondan el vientre depravado” y “los minerales locos se modifican con ansia
competente en ese intestino grueso”. El estómago se “regodea” con los alimentos y segrega
“jugos gástricos”, peptonas y grasas, se hincha y se retuerce, para segregar “las mucosas sus
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palpitantes jugos”, un modo de exaltar la provocadora confrontación entre los estómagos
satisfechos y el hambre que ronda alrededor de cocinas pletóricas de ollas humeantes y
desperdicios de comidas: “El hambre exasperada, petulante, imperiosa, el pobre hambre
engañada, tierna, postergada”. A veces, ese hambre sólo aspira saciarse comiendo “una humilde
manzana roja”. A este fruto simple, exaltado en el título de uno de sus volúmenes de relatos
¾Esta manzana roja (1972)¾ se opone el líquido viscoso llamado sopa de legumbres o el postre
“nadando en el meloso océano de azúcar derretida”.
Las funciones fisiológicas primordiales ¾lo que Julia Kristeva llama en Pouvoirs de
l'horreur la “semiótica de la suciedad”¾ son evocadas por Porzecanski en su cruda y cotidiana
ritualidad: el excremento que recorre el intestino como “una casa conocida, esperada”; ese
“defecar en paz y largamente hasta deshacerse de las propias entrañas” o el “defecar
solemnemente hasta las maldiciones” (“Tercera apología”) o el triste “orinarme encima a los
cuarenta y tantos años de respetabilidad, cagar solemnemente mientras engullo una manzana”,
aunque en otros casos la locura pueda sospecharse subyaciendo en la normalidad, cuando se
anuncia que “la tía defeca gusanos verdes” que trepan por las paredes del retrete como “tallarines
flagelados”. En el colmo metafórico se puede hablar de “lírico excremento”.
El cuerpo, cuando se observa con minucia, puede provocar sorpresas. Al ir mirando sus
propias partes en un microscopio ¾como hace Rogelio en una de las “Historias de locura” que
componen el volumen Historias para mi abuela¾ se puede culminar en una alucinante
autogénesis: un darse a luz a sí mismo “entre sangres y delirios”. “Lo vio aparecer entero,
pequeño y enrojecido: el ser humano primero que él también había sido”. Es un nacimiento que
en otras ocasiones se define como “un mejunje arbitrario de probeta” (“Primera apología”, Esta
manzana roja). Un mejunje que es el resultado de una relación sexual que en la confusión de los
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cuerpos convierte a los seres en hermafroditas. En ese entrelazamiento surge el “espacio de nadie,
donde nadie es ninguno, y todos, esa gelatina oseosa y fusionada que empapa las carnes como
una mermelada, iguala los cuerpos y los sosiega”.
Esta condición sexual ambigua, que el travestismo del “señor Minimores” lleva al
grotesco, reaparece en la mujer condenada a la hoguera por brujería, consciente que su herejía es
la “más grande de todas, esa procacidad de ser mujer”. Al mirarse en el espejo, poco antes de ser
conducida a la pira, se ve reflejada en una silueta superpuesta a la de su verdugo, el Gran
inquisidor, en una ambigua condición de andrógino y con líneas borrosas allí donde “toda
definición no alcanza, y nada alcanza, porque los nombres no están hechos de sustancia”
(“Herejías”).
Pese a todo, nacer y morir son parte de un proceso que no sólo está en los extremos de
una existencia ¾como generalmente se lo entiende¾ sino que pueden confundirse. Rogelio,
cuando “se da a luz”, en realidad se está muriendo y lo hace “tan dulcemente” que su nacimiento
no se empaña con esta muerte simultánea.
Muerte que puede ser el cumplimiento de un sueño: estar suspendido en una hamaca
tendida entre dos árboles en un apacible jardín. En “En vilo”, el viejo operario de taller y de
filtros que agoniza, pide que se abra un ropero de “olores rancios” en cuyo fondo tenebroso ha
guardado durante treinta y cinco años una hamaca que nunca pudo desplegarse en el estrecho
apartamento donde ha vivido. “Soñar con la hamaca me tuvo suspendido en la vida”, confiesa, es
ése un modo de “estar en vilo”. La muerte le llega así, también dulcemente, ascendiendo en la
hamaca desplegada, “suspendido de nadie, sostenido por nada”. Si la muerte natural culmina en
levedad, la tortura a la que es sometida la protagonista en “Herejías” no hace sino descoyuntar las
articulaciones de un cuerpo “con profunda entrada entre las piernas” para convertirlo en “un
objeto que se agrietaba sin razón y sin pausa”.
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En los sucesivos círculos concéntricos que van del propio yo al mundo circundante, el
espacio de la casa ocupa un lugar privilegiado en la obra de Teresa Porzecanski. El cuerpo
desarticulado se prolonga en hogares construidos a su imagen y semejanza, como una
prolongación antropomorfizada de miembros y articulaciones en habitaciones y salones que
reflejan el carácter de sus habitantes. La casa se transforma así en un “animal escondido en el
interior de una vulva tornasolada”, con sus propias emociones, estados de ánimo y caprichos, al
modo de “una larva contráctil que adoptaba las formas del pensamiento”. En estas casas donde
hay que sacudir “el pegajoso moho de encima de los muebles” o con salones que “tienen
demasiado de algo” y “un excesivo olor a encierro y a excrecencia”, se contrapone también la
rutina y el desarreglo. Aunque, en algunas “todos los días se encadenan al arreglo imperturbado
de la cómoda, del cuarto de la casa” (“Visitas”), otras provocan la “oscura pasión por los
rincones” a la que sucumbe Begonia, la protagonista del relato que lleva ese título, ¾“Oscura
pasión por los rincones”¾ aquellos que son “más recónditos y menos visibles, las esquinas
obtusas, deformadas, las cerradura indóciles de los baúles, la fetidez de los subterráneos cloacas”.
En esas casas se puede sentir “la respiración jadeante” de sus muros y corredores y descubrir con
pavor que bajo las superficie difusa de los muebles, se esconden agazapadas los espectros de piel
cetrina de los antepasados.
Ya en 1970, Mercedes Ramírez señalaba que Porzecanski era no sólo “creadora de
mundos, ámbitos y atmósferas inquietantes”, sino que los elaboraba con “un estilo nuevo en el
panorama de nuestra actual narrativa” para el cual se servía con igual naturalidad y fuerza de “la
Biblia, de la ciencia ficción o de la realidad inmediata”. El resultado era para su prologuista: “una
extraña y bella combinación de Apocalipsis y diagnóstico, vertebrada por su amor a los
desheredados de la tierra”.
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Los años no han hecho sino confirmar y ahondar este tenso diálogo, porque se adivina
en la Teresa Porzecanski que escribe impactada por la violencia imperante en el mundo, el
intrincado intercambio de referentes entre el ámbito privado y la esfera pública. En “Disturbios
abajo” (Ciudad impune) se invaden mutuamente, al punto de que un tumulto que parece un juego
de “engranajes que se enroscan”, observado desde lo alto de un edificio, termina extendiendo sus
“garras” sobre el hombre que lo contempla cada vez más excitado. Los individuos que se pelean y
matan entre sí en la plaza vecina, “grupos humanos que se aparean en junturas cada vez más
próximas”, lo impulsan a la inesperada violencia de arrojar por la ventana a la mujer indiferente
que tiene a su lado. En otros casos, el contexto tiene el nombre de Montevideo, una ciudad donde
todo cambia en forma subrepticia hacia la “curiosa topografía” de héroes que se conduelen por
“la imposibilidad de sus quimeras” y los jubilados se arraciman como “palomas luciendo esa
mirada de ave, lateral y sin párpados”. Capital de un país donde sus habitantes, que cada vez son
menos, han perdido su rostro (“Inoportuno”) o viven a las orillas de un arroyo pantanoso de “agua
morosa y amarronada en la que flotaban objetos infames”.
En otros relatos, finalmente, bajo la descripción de un mar que se aparece como espacio
“espeso y licuoso” y donde sumirse es probar que ése es el “único sitio donde el hundimiento es
verdadero”, brota la sombra ominosa de los “desaparecidos”. Arrojados al mar, sus olas los
devuelven a las playas como medusas verdosas resbaladizas y blandas como magmas, pero con
los ojos abiertos con “interrogantes de pavor”.
No es extraño, entonces, que la protagonista de “Visitas” pueda decirse frente a los
pizarrones escolares: “Estoy en una crisis deforme de todo el raciocinio, de la lógica toda, de la
interpretación activa”, cuando siente que se difiere el juicio aprendido. La locura tiene una
finalidad tan contradictoria como el ingreso deliberado en su sinuoso y complejo territorio, tal
como lo propone Porcekanski. A la locura se llega gradualmente por “un lapsus virtual de
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soluciones”, por un “ingresar sabiamente en un largo desvarío”, para “sentir directamente lo
invisible, ampliar la evidencia de lo obvio para que no sea necesario saberlo” y también para
“sustituir el miedo por el escalofrío, las buenas costumbres por el terror más vivo”.
En este nuevo espacio ¾el de la locura percibida como “cauce levemente alterado”¾
se moverán con soltura los cuerpos reencontrados con sus más complejos reflejos. Gracias a ella,
su narrativa se instala en el sesgo oblicuo y la descolocación que caracteriza la narrativa uruguaya
contemporánea. La “ardua labor” que propone la autora de Construcciones da la pauta de un
penoso, pero gratificante túnel a recorrer para “descubrir el universo recóndito de las propias
entrañas”. Sin embargo, sus desconcertados héroes, aunque decidan “aniquilar el orden”, pueden
vivir asidos nostálgicamente a los mitos perdidos de la infancia, como el protagonista de una de
las Historias para mi abuela, quien a los cuarenta y cinco años sigue escribiendo esperanzadas
cartas a los reyes magos: “le escribiré mi octogésima quinta carta a los reyes magos” para
inundarlos con los deseos postergados de una vida entera. Postergación y deseos con los que bien
se desestructura un cuerpo, se construye un lenguaje y se mantiene viva una esperanza.
La melancólica periferia de Hugo Burel
Hugo Burel, eficaz constructor de “máquinas narrativas” —como lo ha calificado Elvio
E. Gandolfo— invita, a través de pulcros relatos, al pasaje sutil del minucioso realismo cotidiano
a lo inexplicable y lo hace con el ligero estremecimiento que anuncia que una situación ha podido
bascular, sin dificultad, hacia otra dimensión de lo posible. En sus novelas lo insinúa,2 pero es en
los volúmenes de cuentos Esperando a la pianista (1983), El vendedor de sueños (1986),
Solitario Blues (1993), El elogio de la nieve (1995) y la reciente antología que reelabora y reúne
algunos de ellos, El elogio de la nieve y doce cuentos más (1998), donde ha afinado los
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procedimientos narrativos, auténticos mecanismos de relojería, con los cuales coloniza la
periferia del espacio real para crear un personal territorio con fronteras abiertas a lo insólito.
En esa “realidad periférica” regida por una melancolía en la que apenas se disimula la
falta de acción, el acomodamiento y esa resignación paralizante, crítica y reflexiva, que
caracteriza la orilla “oriental” del Río de la Plata, Burel instala a los integrantes de la “barra” que
protagonizan “El elogio de la nieve”, un relato emblemático que mereciera en 1995 el Premio
Internacional Juan Rulfo. La “retórica fácil” que la deshilachada conversación del grupo
“entusiasta y compadecido”, abrazando una vez más el “ritual de la amistad”, enhebra con una
calculada “dosis de lugares comunes” simboliza esa “medianía” con la que se identifica al
Uruguay de hoy en día. Alguien del grupo anuncia que esa noche puede nevar, algo que nunca ha
ocurrido en ese país sin montañas, apenas “suavemente ondulado” que “sólo puede permitir la
lluvia, la llovizna, la tanguera garúa”.
“La medianía inclaudicable del país sin extremos de temperatura, sin cumbres ni
abismos y sobre todo, sin nieve en cualquiera de sus posibles versiones” (Burel, El elogio de la
nieve 250) impide “imaginar” que pueda nevar. Sin embargo, la posibilidad de que algo
“excepcional” ocurra desencadena una animada polémica que Hugo Burel maneja como pretexto
para construir una sugerente alegoría: “Sería lindo que nevara”, dice uno con “un signo de
esperanza” que los otros “ya habían perdido”; “Nieve para todos o para nadie”, sentencia un
opositor; “Lo único que le falta a este gobierno es hacer nevar”, afirma el más viejo del grupo.
Otro cree que “ya ha nevado” y que la noticia ha sido ocultada; finalmente, hay quien considera
que “la nieve es un invento del gobierno para distraer a la opinión pública de los verdaderos
problemas de la sociedad” (243).
Si es perceptible que detrás de esa lánguida y resignada marginalidad están Juan Carlos
Onetti y Raymond Chandler, Burel no se queda acodado al borde del camino –postura a la que
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invita– para mirar cómo pasa la “caravana de la vida con sus cantos y risas”. En sus cuentos hay
también una apuesta lúdica de filiación cortazariana y el azar de esos “dados” con que Dios juega
al definir el destino de los mortales (Los dados de Dios, 1997, se titula justamente una de sus
novelas); pero, sobre todo, están presentes la incorporación de los recursos ficcionales y los ágiles
resortes de intriga y acción de la buena “literatura negra”.
Como parte de su estrategia narrativa, Burel ha escenificado varios de sus relatos en un
balneario imaginario de la costa atlántica, Marazul, verdadero arquetipo de esos “microcosmos”
en los que han buscado refugio otros escritores uruguayos, al modo de la ciudad de Santa María
de Onetti. Basta pensar en Juan Carlos Legido (1923), Jorge Musto (1927), Enrique Estrázulas
(1942), Hugo Giovanetti Viola (1948), creadores de otros tantos “balnearios” costeños. Marazul
repite el prototipo de espacio concentrado donde se despliega la personal “comedia humana” del
autor. Edificadas en forma desordenada frente a playas batidas por un fuerte oleaje y el viento
salobre del océano, sus casas semiabandonadas y cerradas fuera de temporada son la morada
ocasional de personajes que viven sentados frente al mar, “con la expresión de quien aguarda un
suceso extraordinario, una catástrofe o una maravilla” (Burel, El elogio de la nieve 38).
Allí se refugia el estafador del relato “La alemana” y el escritor falto de inspiración de
“Indicios de Eloísa”. Los personajes cruzados de ambos relatos son apenas testigos de las
peripecias que se van insinuando lentamente y sin prisas. Aunque el protagonista del segundo
relato confiese que “la única verdad que me interesa es la verdad literaria”, no puede evitar
sucumbir a la inquietante sensación de ir descubriendo (¿o imaginando?) los ingredientes
dispersos de una tragedia entre los objetos y recuerdos de una casa que se ha abierto, tras veinte
años de haber estado cerrada. A pesar de no querer involucrarse en una historia que, en definitiva,
no le concierne (“muy a pesar de nuestra ignorancia”, se dice) los ateridos inquilinos van
ahondando en carne propia los estigmas de heridas nunca cicatrizadas. Lo hacen como si
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adivinaran a través de un espejo la expresión de alguien que acaba de “descubrir una falla en la
perfecta trama de un tapiz” para terminar borrando los propios “indicios” de una historia que, a lo
mejor, fue de otra manera.
Un “viejo chalé” de Marazul, “herrumbrados goznes” que exhalan “un crujido sordo” al
abrir la puerta, polvo depositado sobre muebles y objetos, reaparece en “Marina”, un relato donde
la rutina del veraneo de la madura “señorita” Lupe se ve interrumpida por la irrupción de una
desconocida sobrina, hija de una hermana de la cual está distanciada. Hay en el relato una dureza
sutil y una ternura encubierta.
Sin embargo, Marazul cobra su verdadera dimensión de espacio mágico en “Solitario
blues”, un relato donde la irrupción de lo fantástico tal vez no sea otra cosa que fragmentos de
una memoria olvidada o una poesía encarnada en ese “edén engañoso y desierto”. En el balneario
apenas habitado por “un par de pescadores y un almacenero holgazán que estiraba el verano
bebiéndose todas las cervezas que le quedaban”, el protagonista escucha en los momentos más
inesperados una música cuyo origen no puede identificar. Llega y se va con los ramalazos del
viento sobre el rumor de las olas y en las notas de un blues tocado al piano cree adivinar una
melodía vagamente familiar. Otras veces es un saxo o un contrabajo el que completa la repetitiva
y elusiva melodía. Cuando comprueba que nadie más que él la escucha, se pregunta si “tal vez la
música fuera un límite, una frontera interior que acababa de cruzar en tránsito hacia otra región de
sí mismo” (Burel, Solitario blues 178).
En ese cruce de fronteras, el relato “La perseverancia del viento” propone un verdadero
salto al vacío. Un aburrido burócrata descubre que es posible evadirse durante las horas de la
exasperante rutina de la oficina a una minúscula isla paradisíaca “navegando en una tapita de
gaseosa” en el centro de su escritorio lleno de papeles y expedientes. Allí pasa las tardes,
zambulléndose en las cristalinas aguas color turquesa de una playa, mientras se acumula el
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trabajo y las reclamaciones jerárquicas sobre su mesa. Esa escapatoria, al modo cortazariano de
“Isla al mediodía”, parece un mero recurso de la imaginación, pero se va volviendo imperiosa y
cada vez más real, al punto de que el protagonista podrá escaparse definitivamente a ella para
descubrir, demasiado tarde, que lo espera una muerte horrenda: morir calcinado en una explosión
atómica. La isla, “su isla”, no era otra que Mururoa, donde los franceses hacían sus experimentos
nucleares.
Un “salto” similar se produce en “Contraluz”, cuando Boris Stolowicz, un derrotado
personaje de cincuenta y seis años, marginado hasta por su propia esposa, decide quitarse toda la
ropa y salir desnudo a la calle. Contra lo que podría esperarse, lo absurdo no es el gesto que lo
impulsa a ese desafío, sino el hecho de que nadie parece notarlo: todos están “demasiado
preocupados por sus pequeñas vidas, deambulando en el calor como una manifestación de
ciegos” (Burel, El elogio de la nieve 60). “Con la sensación de regresar de un sueño”, el
protagonista va cruzando esquinas, entra en un banco donde “los contables parecían eternizados
en operaciones complicadísimas, ajenos a los cajeros y al público” y no consigue llamar la
atención. Retoma al final su vida rutinaria, siempre desnudo, y en el bar que siempre frecuenta
juega su diaria partida de ajedrez, sus nalgas húmedas y descarnadas sintiendo la dureza de la
silla de cármica.
La melancólica periferia de la obra de Hugo Burel se ensancha en “Pincelada de azul
sobre gris”, donde el protagonista está solo y “recuerda una ciudad atardecida, la emoción de una
espera y la trepidante urgencia del que huye. Pero sabe que el recuerdo no es propio: lo ha
inventado todo con aplicación y minucia. Puede evocar tranvías que jamás ha tomado y calles de
precaria arquitectura” (Burel, Solitario blues 106). “Incapaz de seguir huyendo o de esperar a
alguien que no vendrá”, puede incluso instalarse en esquinas que “nunca habrán de pisarse.”
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En realidad, desde sus primeros volúmenes de relatos, Esperando a la pianista y otros
cuentos (1983) y El vendedor de sueños (1986), Burel había abordado temas que flotaban
ambiguamente entre el realismo y lo fantástico. Los celos y las pasiones entre maniquíes
fabricados con diversos materiales (yeso, cartón y plástico), mientras esperan amontonados en un
depósito industrial el destino de la vidriera en que serán exhibidos, animan un universo
concentrado y opresivo, desarrollado con habilidad en el espacio de un cuento (“Belzebuth”),
donde la crueldad y la violencia siguen siendo, pese a la condición de “muñecos” de los
maniquíes, el privilegio de los seres humanos.
El amor de un enano y una mujer barbuda de un circo provincial en el relato “Sofía y el
enano” se pone a prueba en una alocada fuga y termina el día en que la “fenómeno” de la mujer
barbuda logra transformarse en una hermosa joven, es decir, en un ser “normal”. El enano deja de
amarla. Esta alegoría sobre lo bello y lo monstruoso, en un cuento de estilo ágil, deja espacio para
la respiración irónica y el tono burlón.
En la obra de Burel, más que en ninguna otra de los autores analizados en este ensayo,
se da la creativa y armoniosa integración de la rica herencia de Juan Carlos Onetti y Felisberto
Hernández. En sus cuentos se consagran esa mirada sesgada y el ensanchamiento de los límites
de lo verosímil por el absurdo y la irrupción de lo fantástico en la vida cotidiana que caracteriza
los universos reconciliados de ambos autores.
Burel asume esta tendencia de forma “programática” en Solitario Blues, al prologar su
propia obra buscando establecer los “hilos de unión” existentes dentro de ella. Por eso nos dice:
“la verdad necesita menos de la verosimilitud que de la credulidad” y en “Cuento breve para
lector derrotado” hace intervenir a un lector que pide al autor: “invéntame una historia, basta de
interpretar la de los otros”.
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Los “provocadores violentos” de Rafael Courtoisie
Rafael Courtoisie es un ejemplo de escritor polifacético que maneja con solvencia la
crítica, tiene un reconocido oficio poético y se ha asegurado un indiscutido lugar en la nueva
narrativa con los libros de cuentos El mar rojo (1991), El mar interior (1992), El mar de la
tranquilidad (1995), Agua imposible (1998) y Tajos (1999). En estos relatos no sólo se conjugan
buena parte de las características de los escritores analizados en las páginas precedentes, sino que
son trascendidas en una original polivalencia expresiva, dado que Courtoisie maneja diferentes
registros poéticos y narrativos en el seno de un mismo relato.
Los pasajes entre los géneros son múltiples. Cambio de estado (1990) y Estado sólido
(1996) se presentan en su bibliografía como poesía, cuando su forma es la de apólogos, textos
breves, fableaux de raíz más burlona que portadora de moralejas. Tajos, catalogado como prosa,
maneja un lenguaje poético cargado de metáforas que borran las pistas de la linealidad del relato.
“La poesía le gana al relato, lo inunda, lo bautiza, le señala al libro su pertenencia”, ha sugerido
Mariella Nigro.
Estos referentes poéticos aparecen en la propia estructura de la prosa de Courtoisie. La
trilogía de los mares (El mar interior, El mar rojo, El mar de la tranquilidad), donde entre 1990 y
1995 condensa la producción de sus cuentos, aluden a esa condición líquida del fluido amniótico
—”ese mar interior en el que nacemos”, nos recuerda— y a la de la “gran placenta de la
humanidad, con toda su variabilidad, sus profundidades, sus monstruos y sus orillas plácidas”,
según completa. Haciendo uso de una gran carga simbólica, de una “politonalidad” que cruza los
géneros, el autor va aboliendo barreras como invitación a la polisemia y a una secreta
convivencia de distintos sistemas de creencias, lo que pueden ser los signos de la condición
posmoderna en que vive, pero que no necesariamente asume.
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En este proceso acelerado de trasvasamiento de géneros abierto a modalidades
anacrónicas como leyendas, baladas (“Balada del guardameta”), parábolas (“El regreso de
Lázaro”), apólogos chinos (“Los cuentos chinos”) y hasta relatos del far-west (“La velocidad de
las uvas” y algunos de la serie “Indios y cortaplumas”), Courtoisie se ejercita gozosa y
estéticamente en el “realismo sucio”. La violencia invasora, la crueldad gratuita, el sexo
brutalizado, la tensión urbana, el racismo rampante, el sojuzgamiento de las sociedades indígenas
(desde México a Tierra del Fuego) son temas de textos presentados como un auténtico inventario
de los males contemporáneos.
Courtoisie va más allá en esa aproximación múltiple de la realidad al hacer de la
“estética de los prismas” de Borges un verdadero credo de su narrativa. En ese explorar géneros
conexos no se conforma con transgredir las reglas con que se los define, sino que asume una
actitud provocadora, de auténtico desafío. La síntesis y la concisión de la poesía, esa regla que
hace del poema “núcleo esencial” que se retiene y sigue “obrando en la vida”, se integra en una
prosa cada vez más cortante. Su más reciente producción cuentística, Agua imposible (1998) y
Tajos (1999), abrevia las frases, las hace tajantes, sacudidas y trepidantes, hasta llegar a
someterlas a un ritmo audiovisual, de auténtico video–clip narrativo. Es más, al desplegar una
prosa poética rica en metáforas y en sugerentes imágenes, el autor desconcierta por el chocante
realismo de sus descripciones. Así, el protagonista de “Vida mía”, un gordo que se autodefine
como “foca eréctil, plena de culo”, poseedor de un voluminoso trasero que descubre “pegado” a
su espalda, suele “verse colgar” las partes “tristes, arrugadas” frente al espejo mientras se
masturba. En “Algo feroz”, donde se narra la reiterada violación del protagonista Santillán por su
propio padre, el lenguaje escatológico —culo, cagar, leche, puto, bolas, pelotas, huevos, “miedo
de mierda”, putear— es parte de un relato desazonante e incómodo.
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El realismo sucio de Courtoisie se distorsiona sin dificultad, tornándose grotesco, o se
multiplica en alegorías de interpretación contradictoria. En todos los casos, su escritura no se
encierra en un molde, si no que, por el contrario, se abre a los propios enfrentamientos de la
sociedad actual. En forma divertida, resume en “El temblor” los nuevos conflictos generacionales
en ciernes, a través del hijo que le reprocha a su padre la inutilidad de su militancia
revolucionaria y, sobre todo, que no hubo, en realidad, diferencias entre “custodios y
custodiados”.
“Si sabré bancar, mirá —se dice indignado el padre— que aguanté que el pendejo de
mierda de mi hijo, el entrañable culo sucio Pedro, que era un mocoso cuando me llevaron al
Penal, viniera drogado de un concierto de rock a tirarme su lástima europea postmoderna, su
conmiseración de injertado en el Primer Mundo, a decirme que la revolución es una payasada
trágica, a decírmelo a mí, tan luego”. En resumen, el diagnóstico del hijo es que “lo tuyo ya fue”,
dramático estribillo final que anuncia el fin de una época y el inicio de otra de la que sólo se
conocen los signos del rechazo que conlleva.
“Lo tuyo ya fue”, pero si lo fue en efecto, otras expediciones vitales (y literarias) están
en marcha, tras las cuales se adivinan los signos de un neohumanismo emergente no sólo en los
relatos de Courtoisie, sino en el conjunto de la literatura uruguaya, por no decir latinoamericana.
Hugo Achugar lo ha definido como un “humanismo que pretende introducir la sospecha como
arma contra la tonta sabiduría de los dómines” y que no supone un regreso a las consignas de
antaño sobre la misión liberadora de la literatura.
Los cuentos de Courtoisie prescinden de los esquemas maniqueos del pasado. “Antes
había Este y Oeste, había Muro. Para cualquiera de las partes había claramente Buenos y Malos”
—recuerda en “La caída del muro”— cuando se podía creer con tranquilidad que “los Buenos
eran unos y los Malos otros, no importaba quién, el asunto estaba claro.” Un mundo que para los
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del Sur resultaba fácil, ya que bastaba echarle “la culpa a uno u otro lado, indistintamente, y el
mundo, como en el tango, seguía andando.” No es extraño, entonces, que ahora se sienta que
“acabaron de jodernos: tiraron el Muro”.
Ironía y sátira que hacen del cuento “La tierra de promisión” un texto de humorismo
negro, de “Ultimátum” una filosófica (y divertida) reflexión sobre las diferentes percepciones del
tiempo, de “Oreja” una excelente exploración de un mundo lumpen en el cual se descubren sin
dificultad los ecos delictivos de un procedimiento policial o de espionaje político y de “Anis
descalza ” una explícita decodificación paródica del etnologismo pintoresco con que se alimenta
una cierta ecología. Hay ingeniosas maneras de “desmoralizar al enemigo” en “Diversiones”, una
parodia militarista en “La revuelta”, fórmulas matemáticas convertidas en materia de ficción
literaria en “Eratostenes”, y una variedad de registros a los que se pueden añadir el inventario de
curiosos oficios como “rellenador de botellas de whisky” y “vendedor de elefantes” (“Tajos”) o
los juegos que arriesgan caminar por los pretiles de la locura y el desdoblamiento de identidades
(“Una de dos”).
En esta experimentación permanente, en esa empresa ficcional que Rosario Peyrou
percibe bajo la advocación de vivir “la literatura como exorcismo”, Rafael Courtoisie confirma la
vitalidad de la cuentística uruguaya que ha optado por instalarse en el ángulo oblicuo que propicia
una visión tan perspicaz como abierta. Otros narradores más jóvenes, incorporados en estos
últimos años a la creación, lo ratifican al seguir proyectando sus ficciones en ese mundo
fragmentado, donde lo “no-terminado”, lo “inarmónico” campea sobre las ruinas de la utopía.
Como parte de una alegoría inconclusa, están abocados a seguir escribiendo desde la postura
descolocada por la que han optado, descubren que, en realidad, son ya tantos que son mayoría: la
más confortable de las paradojas a las que puede aspirar la escritura del “otro lado” en la que se
han instalado con tanta dignidad profesional como eficacia narrativa.
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Bibliografía
Burel, Hugo. El elogio de la nieve y doce cuentos más. Montevideo: Alfaguara, 1998.
---. Solitario Blues. Montevideo: Trilce, 1993.
Camus, Albert. Le Mythe de Sisyphe. París: Gallimard, 1942.
Cortázar, Julio. Prólogo. La tarde del dinosaurio de Cristina Peri Rossi. Barcelona: Plaza y Janés,1984.
Peri Rossi, Cristina. “Génesis de Europa después de la lluvia”. Studi di letteratura ispano-americana 13-14 (1983) :
71-75.
---. Los museos abandonados. Barcelona: Lumen, 1975.
---. Una pasión prohibida. Barcelona: Seix-Barral, 1986.
Pittarello, Elide. “Cristina Peri Rossi: Los extraños objetos voladores o la disfatta del soggetto”. Studi di letteratura
ispano-americana 13-14 (1983) : 260.
Porzecanski, Teresa. Historias para mi abuela. Pról. Mercedes Ramírez. Montevideo: Letras, 1970.
Prieto, Ricardo. Desmesura de los zoológicos. Montevideo: Proyección, 1997.
Ramírez, Mercedes. Prólogo. Donde la claridad misma es noche oscura de Ricardo Prieto. Montevideo: Lectores de
Banda Oriental, 1994.
1 Mi traducción.
2 Hugo Burel acompasa su producción cuentística con la de novelas. Su bibliografía incluye Matías no
baja (1986), Tampoco la pena dura (1989). Crónica del gato que huye (1996), Los dados de Dios (1997) y El autor
de mis días (2000).