Cristina Dalmagro sobre Su pequeña Eternidad
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Momentos del pasado: pequeñas eternidades en la ficción autobiográfica.
Nuevas aproximaciones teóricas
María Cristina Dalmagro
Universidad Nacional de Córdoba
Resumen:
Las reflexiones teóricas de Suzanne Nalbantian en Memory in Literature. From Rousseau to
Neuroscience (2003) toman como base los estudios actuales de la neurociencia sobre distintos tipos
de memoria, particularmente la autobiográfica. En este trabajo, y orientada por esta perspectiva, me
concentraré en aspectos que tienen que ver con la persistencia de la memoria y su estetización en la
escritura literaria, ejemplificando con la novela Su pequeña eternidad, de la uruguaya Teresa
Porzecanski (2007). Allí se exploran, a través de las historias entrelazadas, subjetividades complejas
tensadas por el hilo de la memoria para intentar encontrar sentido a las “pequeñas eternidades
cotidianas”.
Palabras clave: memoria autobiográfica - neurociencia - ficción autobiográfica
“Esas escenas… ¿Por qué persisten incólumes año tras años si no están hechas de algo
comparativamente permanente? Virginia Woolf, ‘Sketch of the past’” (1953). Tal es el
epígrafe del capítulo cuarto “Retorno a la memoria compleja”, del libro En busca de la
memoria, de Erik Kandel,1 en el cual condensa algunas de sus investigaciones en relación
con los distintos tipos de memoria. Es interesante observar cómo los ejemplos que utiliza
provienen de textos literarios, en especial, de una autora como Virginia Woolf en quien esta
cuestión está siempre presente. “Alguna gente convive con sus recuerdos
permanentemente” (2007: 326), sostiene Kandel, y es “…la memoria explícita la que nos
permite saltar en el espacio y en el tiempo y conjurar situaciones y estados emotivos que se
evaporaron en el pasado, aunque sigan viviendo de alguna manera en nuestra mente (327).
Pero, –y esto es importante para establecer correspondencia con nuestro foco de análisis–
“evocar un recuerdo es un proceso creativo. Creemos que lo que se almacena en el cerebro
es sólo el núcleo del recuerdo. Cuando se lo evoca, este núcleo se reelabora y reconstruye
con cosas que faltan, agregados, elaboraciones y distorsiones.” (327). A partir de esta
observación, se pregunta: “¿Cuáles son los procesos biológicos que me permiten
rememorar mi propia historia con tal nitidez? (327) y lo responde mediante el estudio
profundo de la mente.
Pero, ¿qué me ha llevado hasta este autor y a introducirme –en forma incipiente y
modesta, dada la complejidad del sustrato teórico disciplinario y la especificidad que
demanda– en un campo de muy difícil acceso y comprensión desde mi formación, como son
los estudios científicos sobre la memoria?
El punto de partida está en las reflexiones teóricas desarrolladas por Suzanne
Nalbantian en su libro Memory in Literature. From Rousseau to Neuroscience2 (2003) donde,
además de realizar un recorrido por las principales corrientes teóricas que se ocuparon del
estudio de la memoria desde distintas disciplinas, focalizándose en la neurociencia, trabaja
1 Premio Nobel de Medicina en 2000, compartido por Arvid Carlsson y Paul Greengard. Desde 1974, miembro de
la Academia Nacional de Ciencias de EE.UU. Doctorado en NYU, en medicina. Comienza estudiando historia, en
Harvard, luego se inclina al psicoanálisis y finalmente a la medicina. El libro En busca de la memoria se gestó
cuando se le otorgó el Premio Nobel de Fisiología o Medicina. En esa instancia, se les pide a todos los laureados
que escriban un ensayo autobiográfico y allí, según sus propias palabras: “…percibí que mi interés por la
memoria podía rastrearse en las experiencias de mi infancia en Viena…” (15). Define al libro como una
confluencia entre “mi empeño personal por comprender la memoria y una de las empresas científicas más
grandes: el esfuerzo por explicar la mente en términos de biología celular y molecular” (17). Su actividad
científica se concentró en estudiar los procesos cerebrales que nos permiten recordar (23). El punto de partida es
su propia biografía y su intención –cumplida, por cierto- es la de divulgar los resultados de las investigaciones de
modo tal que puedan ser comprendidas por lectores no especializados.
2 La traducción de libro de Nalbantian me pertenece.
2
sobre algunos aspectos que tienen que ver con la persistencia de la memoria y su
estetización en la escritura literaria. Allí analiza, desde esta óptica, a diversos autores y
profundiza en las correlaciones entre la expresión intuitiva y experimental de la memoria en
sujetos literarios y teorías de la neurociencia acerca de la encodificación, archivo y
recuperación de la memoria. Su intención es proveer una mirada panorámica sobre los
principales desarrollos de la investigación sobre memoria que pueden ayudar a interpretar
los textos literarios y los trabajos artísticos.
Considera que las obras de autores literarios “mayores” de los dos últimos siglos, como
sujetos de estudio, pueden proveer material valioso para la clasificación de los fenómenos
de la memoria, los cuales pueden ser fructíferamente relacionados con los hallazgos y las
direcciones de la neurociencia. Estas conexiones involucran tópicos como la emoción y el
cerebro, los mecanismos somato-sensoriales disparadores y la localización de huellas,
memoria episódica de largo tiempo, memoria voluntaria versus involuntaria, y confabulación.
Tales temas fueron discutidos en ciencia por investigadores como Antonio Damasio,
Edmund Rols, Daniel Schater y Jean-Pierre Changeaux, para nombrar a algunos.
Los escritores bajo consideración son vistos como mediadores para el
desencadenamiento de los procesos de la memoria y su catálisis en imágenes artísticas. Al
mismo tiempo, sostiene que la crítica literaria puede aprender mucho de los científicos,
entendiendo el fenómeno neurológico que ocasiona el comportamiento humano y la
construcción de imágenes ilustradas en estos textos. A su vez, estas investigaciones
científicas pueden proveer criterios más precisos y objetivos para evaluar fenómenos
mentales en trabajos literarios. Trabajó aspectos tales como el uso de la emoción como
fuente de encodificación de la memoria en Rousseau y en escritores románticos; la
exploración proustiana del mecanismo disparador de la memoria diferenciando entre la
recuperación voluntaria e involuntaria de la memoria a través de ejemplos dispersos a lo
largo de todo su trabajo; en forma conjunta abordó autores como Joyce, Woolf y Faulkner,
quienes ofrecen ejemplos de memoria asociativa, agrupados por su uso común de la técnica
de la corriente de la conciencia, la cual unifica su aproximación procesual a la memoria,
tanto en término de encodificación asociativa cuanto recuperatoria. Luego se dedicó a
Breton y los surrealistas, quienes exploran los campos de la memoria aleatoria, instigados
por los trabajos psicológicos pioneros sobre el subconsciente en la Escuela de Psiquiatría
dinámica en Francia. Finalmente, considera a un grupo de escritores multiculturales tales
como Nin, Paz y Borges, apoyados en el contexto lingüístico para las expresiones creativas
de la memoria. Como evidencia gráfica de esta construcción de imágenes-expresiones de
memoria, presenta, al final, la pintura del siglo XX en artistas como Salvador Dalí, Oscar
Domínguez y René Magritte, que tienen rico material para dar pruebas. Estas pinturas, junto
con los trabajos poéticos, también unen elementos de la memoria inconsciente, los cuales
han devenido uno de los más grandes desafíos de los investigadores científicos. La autora
cierra sus reflexiones con una afirmación y una pregunta retórica. Afirma:
Esto clama por una pregunta más profunda aún. Desde que la expresión artística,
en cualquier forma, es un mecanismo humano supremo para la conservación de
la memoria ¿no podrían los científicos estar más interesados en los procesos de
la memoria que ellos revelan? (Nalbantian 2003: 5)
Los mecanismos de la memoria y la ficción autobiográfica
Es conocido ya que quienes, a lo largo de casi una centuria, se han ocupado de
reflexionar acerca de los géneros del “yo”, prestaron una particular atención a la función de
la “memoria” en la reconstrucción, reconfiguración, relato o búsqueda de sentido de la vida y
que, además, un enfoque centrado en la ficción autobiográfica implica delinear como un
problema fundamental la trama entre vida, memoria y configuración del sujeto en la escritura
(identidad narrativa). Esto porque la relación entre un yo pasado y otro presente es
figurativa, retórica, y convoca dos tiempos, dos espacios (el público y el privado), y a la vez
privilegia el desliz entre lo factual y lo ficticio. La narración de la vida siempre es ficción
3
(Olney 1991: 33) y, por tanto, estetización. La autobiografía, según Gusdorf –uno de los
primeros en teorizar sobre el género desde una perspectiva esencialista– es una tarea de
salvación personal y, verbalizada, tiene, en muchos casos, efectos terapéuticos. La escritura
autobiográfica se concibe también como un modo de lucha para alargar la vida a través de
la escritura y “pretende otorgar sentido a la crisis existencial” (1991: 15). Hacer memoria y
formar parte de la memoria han sido siempre empresas fundamentales de la literatura. Una
cita de Kandel complementa nuestra lectura en este aspecto:
La memoria (…) es uno de los aspectos más fundamentales del comportamiento
humano (…). En un sentido más amplio, confiere continuidad a nuestra vida: nos
brinda una imagen coherente del pasado que pone en perspectiva la experiencia
actual. Esa imagen no puede ser racional ni precisa, pero es persistente. Sin la
fuerza cohesiva de la memoria, la experiencia se escindiría en tantos fragmentos
como instantes hay en la vida, y sin el viaje en el tiempo que nos permite hacer la
memoria, no tendríamos conciencia de nuestra historia personal ni manera de
recordar las alegrías que son los luminosos mojones de la vida. Somos quienes
somos por obra de lo que aprendemos y de lo que recordamos. (Kandel 2007:
28).
En el capítulo “The Almond and the Seashore: Neuroscientific Perspectives”,
Nalbantian (2003: 135-152), al trazar un recorrido por las investigaciones sobre memoria
que se han realizado en los últimos años, aclara que usa estas metáforas para distinguir
entre formas de procesamiento mental. Esto quiere decir –en forma sencilla– que se pueden
detectar dos tipos de memoria: la sensorio-emocional, por una parte, y la cognitiva basada
en hechos, por otra parte. Ambas memorias reciben e integran inputs desde sitios
especiales de la corteza cerebral y son intermediarios en el circuito, involucrando
codificación, almacenamiento y recuperación. Todo ello puede ser detectado tanto en
ciencia cuanto en literatura.
Es interesante observar que, mientras la “almendrada” amígdala actúa en la recepción
inmediata de la emoción, el “caballito de mar” (hipocampo) es el centro procesador que
estrecha conexiones entre las percepciones entrantes y su consolidación como memoria.
Estas dos estructuras parecen representar demarcaciones entre la inconsciente memoria
automática y la consciente memoria deliberada. Los neurocientíficos caracterizan a la
amígdala como memoria implícita, no declarativa. Por otra parte, el hipocampo almacena
memoria de hechos y eventos personales, produciendo memoria declarativa, explícita.
Además, parece que para la amígdala, los estímulos producen la memoria, mientras que
para el hipocampo es el contexto, el lugar o el medio el que produce la memoria. Pese a
estas distinciones, hay conexiones necesarias entre amígdala e hipocampo que todavía se
están estudiando.
Lo que me interesa resaltar en estas aproximaciones es que la neurociencia clasifica
como memoria “autobiográfica” a la memoria explícita, declarativa, que tiene como función
recordar, recolectar y reconocer hechos, datos y acontecimientos. Esta memoria guarda los
acontecimientos de nuestra vida pasada en el contexto temporo-espacial en el que ocurren y
éstos se recuperan voluntariamente. Llamada también memoria “episódica”,3 se asocia al
hipocampo y se sitúa en la cumbre de las divisiones jerárquicas del sistema de la memoria.
Es una toma de consciencia de los sucesos del pasado y, en este tipo de recuerdo, “la
recuperación es más efectiva cuando ocurre en el mismo contexto en el cual se adquirió la
información y en presencia de las mismas señales” (Nalbantian 2003: 137). Esto quiere decir
que hay similitud entre el contexto de codificación y las condiciones de recuperación.
Este tipo de memoria episódica de largo tiempo se caracteriza por la riqueza de los
detalles fenomenológicos, un sentido de revivir la experiencia, de viajar a través del tiempo y
3 Fue originalmente el neuropsicólogo canadiense Endel Tulving quien mantuvo esta mirada y acuñó el término
“memoria episódica” en 1972 en un artículo en el cual la distinguía de la memoria semántica o conocimiento sin
tiempo compartido con otros (Nalbantian 2003: 137).
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un sentimiento de reproducción exacta del pasado. El establecimiento del lugar, tanto como
el estado emocional, se incluiría en dicha recuperación (acá es pertinente revisar
nuevamente la cita de Kandel realizada en la apertura del presente trabajo).
No avanzamos más en estas consideraciones porque con lo hasta aquí expuesto ya
hay elementos teóricos suficientes y sencillos para enmarcar nuestro acercamiento a la
última novela publicada por la uruguaya Teresa Porzecanski, Su pequeña eternidad (2007),
en la cual es posible identificar varios de los aspectos considerados.
Persistencia de la memoria: pequeñas eternidades
En las historias entrelazadas en la novela Su pequeña eternidad se configuran
subjetividades complejas tensadas por el hilo de la memoria que intenta encontrar sentido a
cada una de las “pequeñas eternidades cotidianas” y con ellas reconstruir lazos familiares,
configurar un sujeto pleno a la vez que, en este caso, conjurar el recuerdo persistente y
doloroso de la imagen materna.
El punto de partida del relato es una carta que la protagonista, Matilde Spinoza, envía
a un rabino –convencido de tener poderes divinos– y que él lee en su audición de radio. La
carta comienza diciendo: “Le sorprenderá ésta, mi confesión: he matado a mi propia madre.
No de un modo simbólico, no. Tampoco a través de un acto premeditado…” (17) (las
cursivas son del original). Pero, lo que ha sucedido es que ella, harta ya de cuidar a una
madre anciana, demandante y fastidiosa, no reacciona cuando se cae, no llama a la
ambulancia, su madre muere como consecuencia de este accidente y ella toma esta caída
como un asesinato de su parte. Es, en realidad, el deseo cumplido. La construcción de la
figura materna se realiza a partir de recuerdos de escenas disfóricas, plagadas de
mandatos, de renuncias, sometimiento y opresión. Su relación con ella era ambigua: “Al
tiempo que temía por su vida, sentía la inminencia de una posible transformación: verme
libre de pronto de esa imagen opresiva a la que tenía que alimentar, cuidar y proteger por un
tiempo ilimitado, su pequeña eternidad” (142). Para su madre, todo era amenazante, no
tenía buena relación ni con su marido –el cual terminó alejándose de ella y de la casa por
sus permanentes acusaciones–, ni con sus hijos, ni con su entorno; amaba la oscuridad, las
ventanas y las puertas cerradas. Paulatinamente, entonces, se va configurando, a través del
relato de los recuerdos de Mercedes, una imagen negativa que hay que conjurar y eliminar.
Pero, en este recuerdo, predomina la persistencia, ya no sólo en la memoria sino
también en “fantasmas” que conviven con los vivos a través de la firme convicción de que
nadie muere totalmente nunca: “Pero, como se sabe, hay muertos que no terminan de morir.
En algún lugar, presiento que ella vive y respira.” (20) (cursivas del original). Un amigo suyo,
Mario, tiene las mismas impresiones, que los muertos no están del todo muertos, siguen
viviendo, “siguen aquí de una manera misteriosa, inexplicable” (24); lo mismo sucede con
Avelina, la empleada negra que trabajó toda la vida con su madre: “Sí. Avelina asegura
también que siempre permanecerá aquí, en este mundo, aún luego de muerta; de una
manera u otra seguirá estando, visible o invisible, detenida en una edad perenne que lo
abarca todo, pasado, presente y el inmenso ilimitado futuro…” (54).
Esta persistencia (eternidad) estimula procesos de recuerdo. Así, dice Matilde:
Cuando encontré a mi padre [ya muerto] caminando entre la muchedumbre,
recordé inmediatamente aquellas historias que solía contarme en mi infancia para
que me durmiera, y que su abuelo a su vez le había contado a él para dormirse.
Esas historias hablaban de nuestros antepasados judíos, tintoreros y mercaderes
en Kay Feng… Y todas comenzaban con la misma introducción: “Los pueblos,
cualesquiera sean, siempre provienen de un gran viaje”, decía mi padre, mientras
me arropaba (27). (cursivas del original)
Tal es la persistencia de estos muertos, que los recuerdos hacen doler el cuerpo y el
alma: “Ay, si cada uno de los queridos muertos aflojara sus ateridas garras, su maldito amor
5
bendito y permitiera que los recuerdos se apagaran y el presente avanzara hacia el futuro,
sería como nacer hoy y ser dueños del instante, ay, del propio instante” (73).
Aunque también estos muertos –los buenos muertos, diría su empleada negra
Avelina– ayudan también a vivir el presente y, según su abuela, nos hablan e indican
caminos, así que “hay que saber escucharlos” (95).
En el relato se van alternando escenas del velatorio de la madre, de la vida cotidiana
de la protagonista, de su vida “con” su madre viva, alternando tiempos y espacios. Dos de
ellos son los que condensan el núcleo de los recuerdos: las salas de espera de los
consultorios y la casa de la protagonista. Matilde Spinoza tiene un hábito particular. Disfruta
de las salas de espera de los consultorios médicos. Pide turno y espera. A veces entra, a
veces escapa antes de que la llamen. En ese lugar ella puede estar a solas con sus
pensamientos. “Era ese el único sitio –las salas de espera– en donde el transcurso del
tiempo parecía detenerse, y algo parecido a la eternidad se le iba instalando gradualmente.”
(43). Las tardes en las salas de espera eran pequeñas eternidades en donde se sentía
anónima y activaba vivamente sus reflexiones sobre el ser humano y sus recuerdos (52). Su
finalidad es, según le explica al médico, “… tratar de ver si encuentro en ellos algo que me
permita comprender mi estado de cosas, algo que me ilumine respecto del sentido del
mundo…” (70) (énfasis del original).
Cabe en este momento hacer unas consideraciones sobre un libro anterior de
Suzanne Nalbantian, Aesthetic Autobiography4 (1997), donde desarrolla una propuesta
teórica y un método al que denomina “autobiografía estética” (que, en realidad, no difiere de
lo que conocemos como ficción autobiográfica) y estudia los procedimientos retóricos por los
cuales los escritores (por ejemplo Marcel Proust, James Joyce, Virginia Woolf y Anaïs Nin)
estetizan momentos de su vida. Hacemos pie también en su análisis de los procedimientos
retóricos pues brinda herramientas para precisar nuestra mirada.
Su punto de partida son los “momentos” o “escenas de vida”, cuya transcripción literal
es el foco de la autobiografía estándar pero que, en los novelistas elegidos, son sometidos a
un proceso de ficcionalización de los cuales emerge una artística transmutación estética. No
se trata, sostiene Nalbantian, de un simple caso de reflexión de la vida personal en la ficción
sino de colocar hechos personales en relaciones poéticas (1997: 45).
Estos novelistas (estudia a Proust, Faulkner, Joyce, Woolf, Anaïs Nin, entre los más
representativos) habían expresado intuitivamente algunas categorías que expusieron
posteriores estudios neurocientíficos sobre la memoria. Por ejemplo, la descripción de la
llamada “memoria genérica”, definida como una amalgama de una memoria personal con
una imagen genérica de experiencias comunes o repetidas (50); o bien la “memoria flash”,
más específica, intensa e inmediata, memorias de circunstancias en las cuales se aprende
primero de un evento sorprendente y con consecuencias emocionales. Ésta es una memoria
epifánica, presente en la ficción como “flashes”, llamadas o penetraciones a través de
estímulos de los sentidos. Lo mismo sucede con la reproducción en la ficción de los efectos
causados por el oído, el olfato y la memoria visual.
En este punto se vuelven productivas las reflexiones aportadas desde la neurociencia
sobre el “engram”5 (cambio neurológico que persiste en la memoria), que se define como si
4 Traducción: Autobiografía estética.
5 Históricamente hablando, el fenómeno de “engrams” (un hipotético cambio en el tejido neuronal postulado para
dar cuenta de la persistencia de la memoria) había sido encontrado por el biólogo alemán Richard Semon, en
1904. Fue él quien acuñó el término para la codificación y el almacenamiento acumulativo de la perduración de
los trazos de la memoria Subsecuentemente, la palabra tuvo su lugar preeminente en el artículo “In Search of
the Engram” (1950) del psicólogo de Harvard Karl Lashley. Irónicamente, lo que no es siempre reconocido en las
citas frecuentes de este artículo es que, en realidad, provee más preguntas que respuestas en la investigación
del llamado “engram”. Como estudioso del comportamiento interesado en los efectos de los daños cerebrales en
la habilidad de adquisición de los hábitos, Lashley se concentra sobre áreas sensoriales de la corteza cerebral,
sin profundizar en los niveles subcorticales. Declaró que su experimentación “no descubrió nada sobre la
naturaleza real del engram”, consideró que era importante ver las áreas asociativas de la neocorteza en relación
con modos de organización más que como asentamiento o localización aislada de los trazos de la memoria.
(Nalbantian: 141).
6
se escuchara una melodía que deja una huella que persiste después de muerto (50). Esta
modalidad de recreación estética está muy presente en la novela de Porzecanksi. Es más,
constituye el eje de rotación del sentido de la novela. La persistencia después de la muerte,
persistencia de seres, de objetos, espacios, tiempos, olores, sensaciones… y su
recuperación, a través de distintos tipos de “memoria” (y en este punto se vuelven
significativas las clasificaciones realizadas por la neurociencia) tiene el fin de encontrar
sentido a la vida presente, un presente que contiene en sí todas las instancias del pasado,
así como una casa contiene en sí a todas las casas anteriores donde se ha vivido, o un ritual
contiene todos los actos del mismo ritual reiterados por generaciones y generaciones:
“Saber que las casas de ahora incluyen permanentemente las casas en que hemos vivido
antes, es lo que nos mantiene a flote. Entender que las casas provienen unas de las otras, y
mantienen entre sí una relación filial, prolongada, desde el tiempo de los tiempos.”(115).
“La memoria –afirma Kandel– no es sólo esencial para la continuidad de la identidad
sino para la transmisión de la cultura, la evolución y la continuidad a lo largo de las
centurias…” (2007: 29). Memoria está atada a la idea de tiempo, tema central en esta
novela. Se trata de un tiempo intervenido por tiempos subjetivos. El tiempo cronológico se
transforma, el presente condensa todos los tiempos, lo personales, los familiares, los de la
tradición (memoria a largo plazo) y los de la instantaneidad. Cada detalle, cada momento, un
recuerdo, un hecho, alguna escena de la vida cotidiana adquiere el valor de “pequeñas
eternidades”.
En este contexto, la ficcionalización de ciertas obsesiones sobre familiares próximos
es otro aspecto importante. Los recuerdos de la infancia, por ejemplo, ocupan un lugar
privilegiado. A veces traumáticos, como el de la figura materna en esta novela; otras,
placentero: los cuentos de su padre, de su abuelo, las figuras de sus bisabuelos, los juegos,
entre otros. Así como las relaciones familiares, los lugares devienen obsesivos factores de
recuerdo; también muchos objetos. Se dibuja el espacio ficcional desde lugares conocidos
de la infancia y adolescencia y se recrean de distinta manera. Esto también se evidencia en
la intervención de objetos que sirven de anclaje y receptáculos de la subjetividad (tales
como la magdalena de Proust) cuya presencia se asocia al proceso del recuerdo y a los
remanentes de la memoria de la vida traídos en nuevas perspectivas artísticas y a las cuales
les atribuyen también nuevos significados. Rolls, en su libro The Brain and Emotion (1999),
se focaliza en el componente emocional dentro del aspecto contextual del almacenamiento y
recuerdo de la memoria. Escribió: “Es sugestivo que siempre que las memorias son
almacenadas, parte del contexto es almacenado también con la memoria” (en Nalbantian
2003: 140), por eso, un aspecto del procesamiento emocional concierne a la recuperación
de la memoria que ocurre mejor en aquellas redes en donde los estímulos de la memoria
están más cerca del patrón original de la actividad que se almacena. De nuevo, el lugar de
tal procesamiento contextual parece estar –según los estudios de la neurociencia– en las
redes neuronales asociativas del hipocampo. Por ejemplo, cuando la protagonista, al
desarmar su casa tras la muerte de su madre, levanta la caja con la loza que era de su
madre, que era de su abuela, que la “recibió a su vez de su propia madre” (96) y que pesa
de modo descomunal. En ese momento, se convocan también las escenas vivenciadas:
Recordé esas piezas sobre una mesa larga cubierta por manteles bordados a
mano, los platos llevados y traídos de la cocina en bandejas de madera
laqueada. Luego los vi finalmente en la pileta de la cocina de la casa antigua de
mis abuelos, esperando que las manos enrojecidas… (98)
En esta línea de análisis trabaja otra crítica norteamericana, Evelyne Ender, en su libro
Architexts of Memory. Literature, Science and Autobiography (2005)6 donde reflexiona sobre
las relaciones entre memoria y subjetividad a la luz de los nuevos estudios científicos sobre
la memoria. Afirma que los pensamientos, emociones, placeres e intenciones sólo adquieren
6 Trad: Architextos de la memoria. Literatura, ciencia y autobiografía.
7
relevancia existencial cuando nuestros recuerdos se moldean en un patrón narrativo y crean
el yo. Lo interesante de su planteo es considerar cómo, en las nuevas concepciones, la
mente que recuerda o el cerebro ya no se imagina como una biblioteca o un lugar de archivo
de información; es, mejor, un lugar de actividad continua, donde “neuronas que arden juntas
se conectan juntas” (5). Este modelo dinámico de procesamiento mental, influenciado por la
fenomenología y construido alrededor de casos clínicos, ha echado luces sobre nuevos
intereses en la forma de exploración del recuerdo y sus distintas modalidades representadas
artísticamente en los textos literarios.
Esto sucede también con el recuerdo de los olores, enlazando tiempos a través de las
percepciones. Así, cuando la madre de la protagonista, de más de 95 años, empezó a
mostrar señales de demencia, comenzó a “recordar el olor a encierro de las viejas
penumbras de mi infancia, aquellas clausuras que solía imponernos a lo largo de tantos
años” (63). O también con proyecciones visuales a partir, y pongamos un caso como
ejemplo, de un elemento disparador: un anuncio de un analgésico colgado en la pared de
una de las tantas salas de espera visitadas por Matilde,
…dibujada por un despliegue azaroso de las manchas de humedad… por
primera vez se le apareció el dibujo de su vida entera extendido ante sus ojos.
(…) Había habido momentos complicados, penosos, densos e intensos –aquella
adolescencia alambicada, aquellas sublevaciones perdidas– y otros fatales,
cuando había tenido que dominar el deseo de arrojarse bajo un tren… (67-68);
Y lo más difícil, volvería a hacerse cargo de ese pasado que venía de muy atrás
de mucho antes, el pasado de las generaciones anteriores a ella, que había
heredado entero ya todo adherido al esqueleto, encadenado más bien, integrado
a su pura esencia… (69).
Para finalizar citamos un ejemplo, condensador del funcionamiento de la memoria explícita:
También el insomnio a la señora Spinoza la sumergía en la memoria, en una
memoria ya infestada por la imaginación, por la posibilidad de corregir una vez
más la fatídica rigidez de todo lo acontecido. En las noches sin dormir, que eran
casi todas durante ese verano bochornoso en que había fallecido su madre, la
señora Spinoza ocupaba su mente en interrogar sus apuntes del pasado. Le
llegaban pistas, trazas, que irrumpían con inesperada precisión en su cerebro:
gestos característicos… (131)
La memoria permanecía allí a pesar de los años, como un archivo tatuado en las
entrañas, que regresaba una y otra vez a pedir revisión, reinterpretación. ¿Algún
sector de su cerebro se habría ido desarticulando con el pasar del tiempo?, se
preguntaba Matilde Spinoza en sus noches… (131-132).
Y comienza a repasar sus recuerdos, entre los que privilegia la tienda de la familia, los
secretos del mundo y de la gente en Topacio, sus orígenes judíos, sus antepasados. Se
remonta muy lejos en el tiempo pues Matilde Spinoza creía que “existía en verdad una
sustancia perdurable sobre la que apoyarse y a la que asirse…”, esas eran, también,
pequeñas eternidades (118).
Por otra parte, hay también una voluntad explícita de deshacerse de los objetos
materiales porque su visión produce impactos que originan recuerdos (tazas, vestidos,
fotografías, pieles). Los objetos son la presencia del pasado en el presente. Matilde Spinoza
necesita deshacerse de ellos, y lo hace como “arrancándose pedazos de su propia piel”
(112). En este punto hay un fuerte intertexto con otra novela de la autora, La piel del alma,
cuando Matilde, ante un dermatólogo, sostiene: “No le diría que había ido adquiriendo
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cicatrices, todas tatuadas en esa piel del alma” (51). Tales tatuajes son los trazos, las
huellas de los recuerdos en su piel y en su alma.
Finalmente, y casi en el cierre del relato, cuando la protagonista creía que el rabino
no iba a responder a su carta, escucha la respuesta, en la cual la absuelve de la culpa y le
recomienda que rece diez veces una frase del Zohar, la cual también debe interpretar a la
luz de sus vivencias presentes y pasadas: “Veo un río de luz que desciende del
entendimiento divino y se transforma en trescientas treinta y cinco voces armoniosas.
Esa luz baña la noche”. (159) (énfasis del original).
De todas maneras, y por más que se realicen esfuerzos voluntarios para desterrar los
recuerdos, hay mecanismos que parecen no responder totalmente a la voluntad. En el caso
de la protagonista de Su pequeña eternidad, la imagen materna persiste y crece cada día
más al punto que, al final del epílogo, la protagonista afirma: “…siento que involuciono, que
voy empequeñeciendo cada mañana, mientras ella, su figura impertérrita, madre de todas
las madres, se agranda y no cesa de crecer” (164).
Quedará para un próximo trabajo indagar de qué manera las neurociencias están
investigando sobre el olvido.
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Momentos del pasado: pequeñas eternidades en la ficción autobiográfica.
Nuevas aproximaciones teóricas
María Cristina Dalmagro
Universidad Nacional de Córdoba
Resumen:
Las reflexiones teóricas de Suzanne Nalbantian en Memory in Literature. From Rousseau to
Neuroscience (2003) toman como base los estudios actuales de la neurociencia sobre distintos tipos
de memoria, particularmente la autobiográfica. En este trabajo, y orientada por esta perspectiva, me
concentraré en aspectos que tienen que ver con la persistencia de la memoria y su estetización en la
escritura literaria, ejemplificando con la novela Su pequeña eternidad, de la uruguaya Teresa
Porzecanski (2007). Allí se exploran, a través de las historias entrelazadas, subjetividades complejas
tensadas por el hilo de la memoria para intentar encontrar sentido a las “pequeñas eternidades
cotidianas”.
Palabras clave: memoria autobiográfica - neurociencia - ficción autobiográfica
“Esas escenas… ¿Por qué persisten incólumes año tras años si no están hechas de algo
comparativamente permanente? Virginia Woolf, ‘Sketch of the past’” (1953). Tal es el
epígrafe del capítulo cuarto “Retorno a la memoria compleja”, del libro En busca de la
memoria, de Erik Kandel,1 en el cual condensa algunas de sus investigaciones en relación
con los distintos tipos de memoria. Es interesante observar cómo los ejemplos que utiliza
provienen de textos literarios, en especial, de una autora como Virginia Woolf en quien esta
cuestión está siempre presente. “Alguna gente convive con sus recuerdos
permanentemente” (2007: 326), sostiene Kandel, y es “…la memoria explícita la que nos
permite saltar en el espacio y en el tiempo y conjurar situaciones y estados emotivos que se
evaporaron en el pasado, aunque sigan viviendo de alguna manera en nuestra mente (327).
Pero, –y esto es importante para establecer correspondencia con nuestro foco de análisis–
“evocar un recuerdo es un proceso creativo. Creemos que lo que se almacena en el cerebro
es sólo el núcleo del recuerdo. Cuando se lo evoca, este núcleo se reelabora y reconstruye
con cosas que faltan, agregados, elaboraciones y distorsiones.” (327). A partir de esta
observación, se pregunta: “¿Cuáles son los procesos biológicos que me permiten
rememorar mi propia historia con tal nitidez? (327) y lo responde mediante el estudio
profundo de la mente.
Pero, ¿qué me ha llevado hasta este autor y a introducirme –en forma incipiente y
modesta, dada la complejidad del sustrato teórico disciplinario y la especificidad que
demanda– en un campo de muy difícil acceso y comprensión desde mi formación, como son
los estudios científicos sobre la memoria?
El punto de partida está en las reflexiones teóricas desarrolladas por Suzanne
Nalbantian en su libro Memory in Literature. From Rousseau to Neuroscience2 (2003) donde,
además de realizar un recorrido por las principales corrientes teóricas que se ocuparon del
estudio de la memoria desde distintas disciplinas, focalizándose en la neurociencia, trabaja
1 Premio Nobel de Medicina en 2000, compartido por Arvid Carlsson y Paul Greengard. Desde 1974, miembro de
la Academia Nacional de Ciencias de EE.UU. Doctorado en NYU, en medicina. Comienza estudiando historia, en
Harvard, luego se inclina al psicoanálisis y finalmente a la medicina. El libro En busca de la memoria se gestó
cuando se le otorgó el Premio Nobel de Fisiología o Medicina. En esa instancia, se les pide a todos los laureados
que escriban un ensayo autobiográfico y allí, según sus propias palabras: “…percibí que mi interés por la
memoria podía rastrearse en las experiencias de mi infancia en Viena…” (15). Define al libro como una
confluencia entre “mi empeño personal por comprender la memoria y una de las empresas científicas más
grandes: el esfuerzo por explicar la mente en términos de biología celular y molecular” (17). Su actividad
científica se concentró en estudiar los procesos cerebrales que nos permiten recordar (23). El punto de partida es
su propia biografía y su intención –cumplida, por cierto- es la de divulgar los resultados de las investigaciones de
modo tal que puedan ser comprendidas por lectores no especializados.
2 La traducción de libro de Nalbantian me pertenece.
2
sobre algunos aspectos que tienen que ver con la persistencia de la memoria y su
estetización en la escritura literaria. Allí analiza, desde esta óptica, a diversos autores y
profundiza en las correlaciones entre la expresión intuitiva y experimental de la memoria en
sujetos literarios y teorías de la neurociencia acerca de la encodificación, archivo y
recuperación de la memoria. Su intención es proveer una mirada panorámica sobre los
principales desarrollos de la investigación sobre memoria que pueden ayudar a interpretar
los textos literarios y los trabajos artísticos.
Considera que las obras de autores literarios “mayores” de los dos últimos siglos, como
sujetos de estudio, pueden proveer material valioso para la clasificación de los fenómenos
de la memoria, los cuales pueden ser fructíferamente relacionados con los hallazgos y las
direcciones de la neurociencia. Estas conexiones involucran tópicos como la emoción y el
cerebro, los mecanismos somato-sensoriales disparadores y la localización de huellas,
memoria episódica de largo tiempo, memoria voluntaria versus involuntaria, y confabulación.
Tales temas fueron discutidos en ciencia por investigadores como Antonio Damasio,
Edmund Rols, Daniel Schater y Jean-Pierre Changeaux, para nombrar a algunos.
Los escritores bajo consideración son vistos como mediadores para el
desencadenamiento de los procesos de la memoria y su catálisis en imágenes artísticas. Al
mismo tiempo, sostiene que la crítica literaria puede aprender mucho de los científicos,
entendiendo el fenómeno neurológico que ocasiona el comportamiento humano y la
construcción de imágenes ilustradas en estos textos. A su vez, estas investigaciones
científicas pueden proveer criterios más precisos y objetivos para evaluar fenómenos
mentales en trabajos literarios. Trabajó aspectos tales como el uso de la emoción como
fuente de encodificación de la memoria en Rousseau y en escritores románticos; la
exploración proustiana del mecanismo disparador de la memoria diferenciando entre la
recuperación voluntaria e involuntaria de la memoria a través de ejemplos dispersos a lo
largo de todo su trabajo; en forma conjunta abordó autores como Joyce, Woolf y Faulkner,
quienes ofrecen ejemplos de memoria asociativa, agrupados por su uso común de la técnica
de la corriente de la conciencia, la cual unifica su aproximación procesual a la memoria,
tanto en término de encodificación asociativa cuanto recuperatoria. Luego se dedicó a
Breton y los surrealistas, quienes exploran los campos de la memoria aleatoria, instigados
por los trabajos psicológicos pioneros sobre el subconsciente en la Escuela de Psiquiatría
dinámica en Francia. Finalmente, considera a un grupo de escritores multiculturales tales
como Nin, Paz y Borges, apoyados en el contexto lingüístico para las expresiones creativas
de la memoria. Como evidencia gráfica de esta construcción de imágenes-expresiones de
memoria, presenta, al final, la pintura del siglo XX en artistas como Salvador Dalí, Oscar
Domínguez y René Magritte, que tienen rico material para dar pruebas. Estas pinturas, junto
con los trabajos poéticos, también unen elementos de la memoria inconsciente, los cuales
han devenido uno de los más grandes desafíos de los investigadores científicos. La autora
cierra sus reflexiones con una afirmación y una pregunta retórica. Afirma:
Esto clama por una pregunta más profunda aún. Desde que la expresión artística,
en cualquier forma, es un mecanismo humano supremo para la conservación de
la memoria ¿no podrían los científicos estar más interesados en los procesos de
la memoria que ellos revelan? (Nalbantian 2003: 5)
Los mecanismos de la memoria y la ficción autobiográfica
Es conocido ya que quienes, a lo largo de casi una centuria, se han ocupado de
reflexionar acerca de los géneros del “yo”, prestaron una particular atención a la función de
la “memoria” en la reconstrucción, reconfiguración, relato o búsqueda de sentido de la vida y
que, además, un enfoque centrado en la ficción autobiográfica implica delinear como un
problema fundamental la trama entre vida, memoria y configuración del sujeto en la escritura
(identidad narrativa). Esto porque la relación entre un yo pasado y otro presente es
figurativa, retórica, y convoca dos tiempos, dos espacios (el público y el privado), y a la vez
privilegia el desliz entre lo factual y lo ficticio. La narración de la vida siempre es ficción
3
(Olney 1991: 33) y, por tanto, estetización. La autobiografía, según Gusdorf –uno de los
primeros en teorizar sobre el género desde una perspectiva esencialista– es una tarea de
salvación personal y, verbalizada, tiene, en muchos casos, efectos terapéuticos. La escritura
autobiográfica se concibe también como un modo de lucha para alargar la vida a través de
la escritura y “pretende otorgar sentido a la crisis existencial” (1991: 15). Hacer memoria y
formar parte de la memoria han sido siempre empresas fundamentales de la literatura. Una
cita de Kandel complementa nuestra lectura en este aspecto:
La memoria (…) es uno de los aspectos más fundamentales del comportamiento
humano (…). En un sentido más amplio, confiere continuidad a nuestra vida: nos
brinda una imagen coherente del pasado que pone en perspectiva la experiencia
actual. Esa imagen no puede ser racional ni precisa, pero es persistente. Sin la
fuerza cohesiva de la memoria, la experiencia se escindiría en tantos fragmentos
como instantes hay en la vida, y sin el viaje en el tiempo que nos permite hacer la
memoria, no tendríamos conciencia de nuestra historia personal ni manera de
recordar las alegrías que son los luminosos mojones de la vida. Somos quienes
somos por obra de lo que aprendemos y de lo que recordamos. (Kandel 2007:
28).
En el capítulo “The Almond and the Seashore: Neuroscientific Perspectives”,
Nalbantian (2003: 135-152), al trazar un recorrido por las investigaciones sobre memoria
que se han realizado en los últimos años, aclara que usa estas metáforas para distinguir
entre formas de procesamiento mental. Esto quiere decir –en forma sencilla– que se pueden
detectar dos tipos de memoria: la sensorio-emocional, por una parte, y la cognitiva basada
en hechos, por otra parte. Ambas memorias reciben e integran inputs desde sitios
especiales de la corteza cerebral y son intermediarios en el circuito, involucrando
codificación, almacenamiento y recuperación. Todo ello puede ser detectado tanto en
ciencia cuanto en literatura.
Es interesante observar que, mientras la “almendrada” amígdala actúa en la recepción
inmediata de la emoción, el “caballito de mar” (hipocampo) es el centro procesador que
estrecha conexiones entre las percepciones entrantes y su consolidación como memoria.
Estas dos estructuras parecen representar demarcaciones entre la inconsciente memoria
automática y la consciente memoria deliberada. Los neurocientíficos caracterizan a la
amígdala como memoria implícita, no declarativa. Por otra parte, el hipocampo almacena
memoria de hechos y eventos personales, produciendo memoria declarativa, explícita.
Además, parece que para la amígdala, los estímulos producen la memoria, mientras que
para el hipocampo es el contexto, el lugar o el medio el que produce la memoria. Pese a
estas distinciones, hay conexiones necesarias entre amígdala e hipocampo que todavía se
están estudiando.
Lo que me interesa resaltar en estas aproximaciones es que la neurociencia clasifica
como memoria “autobiográfica” a la memoria explícita, declarativa, que tiene como función
recordar, recolectar y reconocer hechos, datos y acontecimientos. Esta memoria guarda los
acontecimientos de nuestra vida pasada en el contexto temporo-espacial en el que ocurren y
éstos se recuperan voluntariamente. Llamada también memoria “episódica”,3 se asocia al
hipocampo y se sitúa en la cumbre de las divisiones jerárquicas del sistema de la memoria.
Es una toma de consciencia de los sucesos del pasado y, en este tipo de recuerdo, “la
recuperación es más efectiva cuando ocurre en el mismo contexto en el cual se adquirió la
información y en presencia de las mismas señales” (Nalbantian 2003: 137). Esto quiere decir
que hay similitud entre el contexto de codificación y las condiciones de recuperación.
Este tipo de memoria episódica de largo tiempo se caracteriza por la riqueza de los
detalles fenomenológicos, un sentido de revivir la experiencia, de viajar a través del tiempo y
3 Fue originalmente el neuropsicólogo canadiense Endel Tulving quien mantuvo esta mirada y acuñó el término
“memoria episódica” en 1972 en un artículo en el cual la distinguía de la memoria semántica o conocimiento sin
tiempo compartido con otros (Nalbantian 2003: 137).
4
un sentimiento de reproducción exacta del pasado. El establecimiento del lugar, tanto como
el estado emocional, se incluiría en dicha recuperación (acá es pertinente revisar
nuevamente la cita de Kandel realizada en la apertura del presente trabajo).
No avanzamos más en estas consideraciones porque con lo hasta aquí expuesto ya
hay elementos teóricos suficientes y sencillos para enmarcar nuestro acercamiento a la
última novela publicada por la uruguaya Teresa Porzecanski, Su pequeña eternidad (2007),
en la cual es posible identificar varios de los aspectos considerados.
Persistencia de la memoria: pequeñas eternidades
En las historias entrelazadas en la novela Su pequeña eternidad se configuran
subjetividades complejas tensadas por el hilo de la memoria que intenta encontrar sentido a
cada una de las “pequeñas eternidades cotidianas” y con ellas reconstruir lazos familiares,
configurar un sujeto pleno a la vez que, en este caso, conjurar el recuerdo persistente y
doloroso de la imagen materna.
El punto de partida del relato es una carta que la protagonista, Matilde Spinoza, envía
a un rabino –convencido de tener poderes divinos– y que él lee en su audición de radio. La
carta comienza diciendo: “Le sorprenderá ésta, mi confesión: he matado a mi propia madre.
No de un modo simbólico, no. Tampoco a través de un acto premeditado…” (17) (las
cursivas son del original). Pero, lo que ha sucedido es que ella, harta ya de cuidar a una
madre anciana, demandante y fastidiosa, no reacciona cuando se cae, no llama a la
ambulancia, su madre muere como consecuencia de este accidente y ella toma esta caída
como un asesinato de su parte. Es, en realidad, el deseo cumplido. La construcción de la
figura materna se realiza a partir de recuerdos de escenas disfóricas, plagadas de
mandatos, de renuncias, sometimiento y opresión. Su relación con ella era ambigua: “Al
tiempo que temía por su vida, sentía la inminencia de una posible transformación: verme
libre de pronto de esa imagen opresiva a la que tenía que alimentar, cuidar y proteger por un
tiempo ilimitado, su pequeña eternidad” (142). Para su madre, todo era amenazante, no
tenía buena relación ni con su marido –el cual terminó alejándose de ella y de la casa por
sus permanentes acusaciones–, ni con sus hijos, ni con su entorno; amaba la oscuridad, las
ventanas y las puertas cerradas. Paulatinamente, entonces, se va configurando, a través del
relato de los recuerdos de Mercedes, una imagen negativa que hay que conjurar y eliminar.
Pero, en este recuerdo, predomina la persistencia, ya no sólo en la memoria sino
también en “fantasmas” que conviven con los vivos a través de la firme convicción de que
nadie muere totalmente nunca: “Pero, como se sabe, hay muertos que no terminan de morir.
En algún lugar, presiento que ella vive y respira.” (20) (cursivas del original). Un amigo suyo,
Mario, tiene las mismas impresiones, que los muertos no están del todo muertos, siguen
viviendo, “siguen aquí de una manera misteriosa, inexplicable” (24); lo mismo sucede con
Avelina, la empleada negra que trabajó toda la vida con su madre: “Sí. Avelina asegura
también que siempre permanecerá aquí, en este mundo, aún luego de muerta; de una
manera u otra seguirá estando, visible o invisible, detenida en una edad perenne que lo
abarca todo, pasado, presente y el inmenso ilimitado futuro…” (54).
Esta persistencia (eternidad) estimula procesos de recuerdo. Así, dice Matilde:
Cuando encontré a mi padre [ya muerto] caminando entre la muchedumbre,
recordé inmediatamente aquellas historias que solía contarme en mi infancia para
que me durmiera, y que su abuelo a su vez le había contado a él para dormirse.
Esas historias hablaban de nuestros antepasados judíos, tintoreros y mercaderes
en Kay Feng… Y todas comenzaban con la misma introducción: “Los pueblos,
cualesquiera sean, siempre provienen de un gran viaje”, decía mi padre, mientras
me arropaba (27). (cursivas del original)
Tal es la persistencia de estos muertos, que los recuerdos hacen doler el cuerpo y el
alma: “Ay, si cada uno de los queridos muertos aflojara sus ateridas garras, su maldito amor
5
bendito y permitiera que los recuerdos se apagaran y el presente avanzara hacia el futuro,
sería como nacer hoy y ser dueños del instante, ay, del propio instante” (73).
Aunque también estos muertos –los buenos muertos, diría su empleada negra
Avelina– ayudan también a vivir el presente y, según su abuela, nos hablan e indican
caminos, así que “hay que saber escucharlos” (95).
En el relato se van alternando escenas del velatorio de la madre, de la vida cotidiana
de la protagonista, de su vida “con” su madre viva, alternando tiempos y espacios. Dos de
ellos son los que condensan el núcleo de los recuerdos: las salas de espera de los
consultorios y la casa de la protagonista. Matilde Spinoza tiene un hábito particular. Disfruta
de las salas de espera de los consultorios médicos. Pide turno y espera. A veces entra, a
veces escapa antes de que la llamen. En ese lugar ella puede estar a solas con sus
pensamientos. “Era ese el único sitio –las salas de espera– en donde el transcurso del
tiempo parecía detenerse, y algo parecido a la eternidad se le iba instalando gradualmente.”
(43). Las tardes en las salas de espera eran pequeñas eternidades en donde se sentía
anónima y activaba vivamente sus reflexiones sobre el ser humano y sus recuerdos (52). Su
finalidad es, según le explica al médico, “… tratar de ver si encuentro en ellos algo que me
permita comprender mi estado de cosas, algo que me ilumine respecto del sentido del
mundo…” (70) (énfasis del original).
Cabe en este momento hacer unas consideraciones sobre un libro anterior de
Suzanne Nalbantian, Aesthetic Autobiography4 (1997), donde desarrolla una propuesta
teórica y un método al que denomina “autobiografía estética” (que, en realidad, no difiere de
lo que conocemos como ficción autobiográfica) y estudia los procedimientos retóricos por los
cuales los escritores (por ejemplo Marcel Proust, James Joyce, Virginia Woolf y Anaïs Nin)
estetizan momentos de su vida. Hacemos pie también en su análisis de los procedimientos
retóricos pues brinda herramientas para precisar nuestra mirada.
Su punto de partida son los “momentos” o “escenas de vida”, cuya transcripción literal
es el foco de la autobiografía estándar pero que, en los novelistas elegidos, son sometidos a
un proceso de ficcionalización de los cuales emerge una artística transmutación estética. No
se trata, sostiene Nalbantian, de un simple caso de reflexión de la vida personal en la ficción
sino de colocar hechos personales en relaciones poéticas (1997: 45).
Estos novelistas (estudia a Proust, Faulkner, Joyce, Woolf, Anaïs Nin, entre los más
representativos) habían expresado intuitivamente algunas categorías que expusieron
posteriores estudios neurocientíficos sobre la memoria. Por ejemplo, la descripción de la
llamada “memoria genérica”, definida como una amalgama de una memoria personal con
una imagen genérica de experiencias comunes o repetidas (50); o bien la “memoria flash”,
más específica, intensa e inmediata, memorias de circunstancias en las cuales se aprende
primero de un evento sorprendente y con consecuencias emocionales. Ésta es una memoria
epifánica, presente en la ficción como “flashes”, llamadas o penetraciones a través de
estímulos de los sentidos. Lo mismo sucede con la reproducción en la ficción de los efectos
causados por el oído, el olfato y la memoria visual.
En este punto se vuelven productivas las reflexiones aportadas desde la neurociencia
sobre el “engram”5 (cambio neurológico que persiste en la memoria), que se define como si
4 Traducción: Autobiografía estética.
5 Históricamente hablando, el fenómeno de “engrams” (un hipotético cambio en el tejido neuronal postulado para
dar cuenta de la persistencia de la memoria) había sido encontrado por el biólogo alemán Richard Semon, en
1904. Fue él quien acuñó el término para la codificación y el almacenamiento acumulativo de la perduración de
los trazos de la memoria Subsecuentemente, la palabra tuvo su lugar preeminente en el artículo “In Search of
the Engram” (1950) del psicólogo de Harvard Karl Lashley. Irónicamente, lo que no es siempre reconocido en las
citas frecuentes de este artículo es que, en realidad, provee más preguntas que respuestas en la investigación
del llamado “engram”. Como estudioso del comportamiento interesado en los efectos de los daños cerebrales en
la habilidad de adquisición de los hábitos, Lashley se concentra sobre áreas sensoriales de la corteza cerebral,
sin profundizar en los niveles subcorticales. Declaró que su experimentación “no descubrió nada sobre la
naturaleza real del engram”, consideró que era importante ver las áreas asociativas de la neocorteza en relación
con modos de organización más que como asentamiento o localización aislada de los trazos de la memoria.
(Nalbantian: 141).
6
se escuchara una melodía que deja una huella que persiste después de muerto (50). Esta
modalidad de recreación estética está muy presente en la novela de Porzecanksi. Es más,
constituye el eje de rotación del sentido de la novela. La persistencia después de la muerte,
persistencia de seres, de objetos, espacios, tiempos, olores, sensaciones… y su
recuperación, a través de distintos tipos de “memoria” (y en este punto se vuelven
significativas las clasificaciones realizadas por la neurociencia) tiene el fin de encontrar
sentido a la vida presente, un presente que contiene en sí todas las instancias del pasado,
así como una casa contiene en sí a todas las casas anteriores donde se ha vivido, o un ritual
contiene todos los actos del mismo ritual reiterados por generaciones y generaciones:
“Saber que las casas de ahora incluyen permanentemente las casas en que hemos vivido
antes, es lo que nos mantiene a flote. Entender que las casas provienen unas de las otras, y
mantienen entre sí una relación filial, prolongada, desde el tiempo de los tiempos.”(115).
“La memoria –afirma Kandel– no es sólo esencial para la continuidad de la identidad
sino para la transmisión de la cultura, la evolución y la continuidad a lo largo de las
centurias…” (2007: 29). Memoria está atada a la idea de tiempo, tema central en esta
novela. Se trata de un tiempo intervenido por tiempos subjetivos. El tiempo cronológico se
transforma, el presente condensa todos los tiempos, lo personales, los familiares, los de la
tradición (memoria a largo plazo) y los de la instantaneidad. Cada detalle, cada momento, un
recuerdo, un hecho, alguna escena de la vida cotidiana adquiere el valor de “pequeñas
eternidades”.
En este contexto, la ficcionalización de ciertas obsesiones sobre familiares próximos
es otro aspecto importante. Los recuerdos de la infancia, por ejemplo, ocupan un lugar
privilegiado. A veces traumáticos, como el de la figura materna en esta novela; otras,
placentero: los cuentos de su padre, de su abuelo, las figuras de sus bisabuelos, los juegos,
entre otros. Así como las relaciones familiares, los lugares devienen obsesivos factores de
recuerdo; también muchos objetos. Se dibuja el espacio ficcional desde lugares conocidos
de la infancia y adolescencia y se recrean de distinta manera. Esto también se evidencia en
la intervención de objetos que sirven de anclaje y receptáculos de la subjetividad (tales
como la magdalena de Proust) cuya presencia se asocia al proceso del recuerdo y a los
remanentes de la memoria de la vida traídos en nuevas perspectivas artísticas y a las cuales
les atribuyen también nuevos significados. Rolls, en su libro The Brain and Emotion (1999),
se focaliza en el componente emocional dentro del aspecto contextual del almacenamiento y
recuerdo de la memoria. Escribió: “Es sugestivo que siempre que las memorias son
almacenadas, parte del contexto es almacenado también con la memoria” (en Nalbantian
2003: 140), por eso, un aspecto del procesamiento emocional concierne a la recuperación
de la memoria que ocurre mejor en aquellas redes en donde los estímulos de la memoria
están más cerca del patrón original de la actividad que se almacena. De nuevo, el lugar de
tal procesamiento contextual parece estar –según los estudios de la neurociencia– en las
redes neuronales asociativas del hipocampo. Por ejemplo, cuando la protagonista, al
desarmar su casa tras la muerte de su madre, levanta la caja con la loza que era de su
madre, que era de su abuela, que la “recibió a su vez de su propia madre” (96) y que pesa
de modo descomunal. En ese momento, se convocan también las escenas vivenciadas:
Recordé esas piezas sobre una mesa larga cubierta por manteles bordados a
mano, los platos llevados y traídos de la cocina en bandejas de madera
laqueada. Luego los vi finalmente en la pileta de la cocina de la casa antigua de
mis abuelos, esperando que las manos enrojecidas… (98)
En esta línea de análisis trabaja otra crítica norteamericana, Evelyne Ender, en su libro
Architexts of Memory. Literature, Science and Autobiography (2005)6 donde reflexiona sobre
las relaciones entre memoria y subjetividad a la luz de los nuevos estudios científicos sobre
la memoria. Afirma que los pensamientos, emociones, placeres e intenciones sólo adquieren
6 Trad: Architextos de la memoria. Literatura, ciencia y autobiografía.
7
relevancia existencial cuando nuestros recuerdos se moldean en un patrón narrativo y crean
el yo. Lo interesante de su planteo es considerar cómo, en las nuevas concepciones, la
mente que recuerda o el cerebro ya no se imagina como una biblioteca o un lugar de archivo
de información; es, mejor, un lugar de actividad continua, donde “neuronas que arden juntas
se conectan juntas” (5). Este modelo dinámico de procesamiento mental, influenciado por la
fenomenología y construido alrededor de casos clínicos, ha echado luces sobre nuevos
intereses en la forma de exploración del recuerdo y sus distintas modalidades representadas
artísticamente en los textos literarios.
Esto sucede también con el recuerdo de los olores, enlazando tiempos a través de las
percepciones. Así, cuando la madre de la protagonista, de más de 95 años, empezó a
mostrar señales de demencia, comenzó a “recordar el olor a encierro de las viejas
penumbras de mi infancia, aquellas clausuras que solía imponernos a lo largo de tantos
años” (63). O también con proyecciones visuales a partir, y pongamos un caso como
ejemplo, de un elemento disparador: un anuncio de un analgésico colgado en la pared de
una de las tantas salas de espera visitadas por Matilde,
…dibujada por un despliegue azaroso de las manchas de humedad… por
primera vez se le apareció el dibujo de su vida entera extendido ante sus ojos.
(…) Había habido momentos complicados, penosos, densos e intensos –aquella
adolescencia alambicada, aquellas sublevaciones perdidas– y otros fatales,
cuando había tenido que dominar el deseo de arrojarse bajo un tren… (67-68);
Y lo más difícil, volvería a hacerse cargo de ese pasado que venía de muy atrás
de mucho antes, el pasado de las generaciones anteriores a ella, que había
heredado entero ya todo adherido al esqueleto, encadenado más bien, integrado
a su pura esencia… (69).
Para finalizar citamos un ejemplo, condensador del funcionamiento de la memoria explícita:
También el insomnio a la señora Spinoza la sumergía en la memoria, en una
memoria ya infestada por la imaginación, por la posibilidad de corregir una vez
más la fatídica rigidez de todo lo acontecido. En las noches sin dormir, que eran
casi todas durante ese verano bochornoso en que había fallecido su madre, la
señora Spinoza ocupaba su mente en interrogar sus apuntes del pasado. Le
llegaban pistas, trazas, que irrumpían con inesperada precisión en su cerebro:
gestos característicos… (131)
La memoria permanecía allí a pesar de los años, como un archivo tatuado en las
entrañas, que regresaba una y otra vez a pedir revisión, reinterpretación. ¿Algún
sector de su cerebro se habría ido desarticulando con el pasar del tiempo?, se
preguntaba Matilde Spinoza en sus noches… (131-132).
Y comienza a repasar sus recuerdos, entre los que privilegia la tienda de la familia, los
secretos del mundo y de la gente en Topacio, sus orígenes judíos, sus antepasados. Se
remonta muy lejos en el tiempo pues Matilde Spinoza creía que “existía en verdad una
sustancia perdurable sobre la que apoyarse y a la que asirse…”, esas eran, también,
pequeñas eternidades (118).
Por otra parte, hay también una voluntad explícita de deshacerse de los objetos
materiales porque su visión produce impactos que originan recuerdos (tazas, vestidos,
fotografías, pieles). Los objetos son la presencia del pasado en el presente. Matilde Spinoza
necesita deshacerse de ellos, y lo hace como “arrancándose pedazos de su propia piel”
(112). En este punto hay un fuerte intertexto con otra novela de la autora, La piel del alma,
cuando Matilde, ante un dermatólogo, sostiene: “No le diría que había ido adquiriendo
8
cicatrices, todas tatuadas en esa piel del alma” (51). Tales tatuajes son los trazos, las
huellas de los recuerdos en su piel y en su alma.
Finalmente, y casi en el cierre del relato, cuando la protagonista creía que el rabino
no iba a responder a su carta, escucha la respuesta, en la cual la absuelve de la culpa y le
recomienda que rece diez veces una frase del Zohar, la cual también debe interpretar a la
luz de sus vivencias presentes y pasadas: “Veo un río de luz que desciende del
entendimiento divino y se transforma en trescientas treinta y cinco voces armoniosas.
Esa luz baña la noche”. (159) (énfasis del original).
De todas maneras, y por más que se realicen esfuerzos voluntarios para desterrar los
recuerdos, hay mecanismos que parecen no responder totalmente a la voluntad. En el caso
de la protagonista de Su pequeña eternidad, la imagen materna persiste y crece cada día
más al punto que, al final del epílogo, la protagonista afirma: “…siento que involuciono, que
voy empequeñeciendo cada mañana, mientras ella, su figura impertérrita, madre de todas
las madres, se agranda y no cesa de crecer” (164).
Quedará para un próximo trabajo indagar de qué manera las neurociencias están
investigando sobre el olvido.
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