Dane Johnson/ Remapping of the Americas
CUERPOS CÉNTRICOS EN NARRATIVAS EXCÉNTRICAS.
DISGREGACIÓN DE LA FISICIDAD Y PERCEPCÓN CORPORAL EN TERESA PORZECANSKI Y ENRIQUE JARAMILLO LEVI
Giuseppe Gatti
¿No sucede a menudo que seguimos siendo nosotros mismos sólo por la idea de nuestras limitaciones? [...] Como si fuésemos un objeto que busca su nombre en una naturaleza sin identidad. (E. M. Cioran, El ocaso del pensamiento)
En el ensayo Fenomenología de la percepción (1945), Maurice Merleau Ponty desarrolla una extensa reflexión acerca de las modalidades de interacción de los cuerpos humanos y los vínculos que conectan la esfera de la fisicidad con la de las emociones; observa el filósofo cómo no es suficiente que “dos sujetos concientes tengan los mismos órganos y el mismo sistema nervioso para que las emociones se den, en todos ellos, con los mismo signos. Lo que importa es la manera como utilizan su cuerpo, es la puesta en forma simultánea de su cuerpo y de su mundo en la emoción” (Merleau Ponty, 1985: 102). El mensaje que el pensador francés elabora no sólo refuta la concepción de la conciencia como pura interioridad, sino que se resiste a las tensiones que apuntan a la reificación del cuerpo, negando la identificación del mismo como mero objeto: por el contario, el cuerpo se acoplaría a la mente para conformar una unión que se manifiesta en distintos planos comportamentales, consolidando la teoría de que el hombre es –de forma indisoluble– conciencia y cuerpo. Esta correspondencia entre conciencia y materialidad corporal –que se concreta también en una ilación entre hombre y mundo– no se basa en la mera correlación del sujeto con un objeto: de hecho, sostiene Merleau Ponty, el “yo pienso” se fundamenta en un inicial “yo percibo” . El rechazo de la concepción del cuerpo como puro objeto implica elaborar una filosofía que atribuye al cuerpo la centralidad en la percepción/mirada: la corporeidad vendría a representar el punto de vista del sujeto sobre el mundo, atribuyendo a la tangibilidad en el espacio el papel de primera condición de toda percepción.
Las anteriores reflexiones sobre las diálecticas filosóficas entre lo material (cuerpo) y lo etéreo (conciencia) introducen el objeto de nuestro análisis, consagrado a una relectura de un conjunto de representaciones ficcionales que se detienen en la centralidad del cuerpo y en los procesos de disgregación de la fisicidad. Son dos, en particular, las líneas interpretativas principales que se seguirán:
a) la primera se detiene en los procesos de percepción e inspección de las fibras y texturas corporales que el sujeto lleva a cabo a lo largo de su existencia. Esta etapa continua de reconocimiento evidencia cómo la comprobación de la “persistencia del yo” mediante el contacto con los propios miembros enlaza con la teoría de Merleau Ponty, según la cual el sujeto perceptivo no es ni un ser totalmente material ni propiamente espiritual, sino un modo de ser que representa el elemento fundacional de todo individuo que necesita también de un registro físico para definirse.
b) la segunda línea de estudio detalla las dinámicas de disgregación y fragmentación del cuerpo cuando éstas son el resultado de agresiones violentas a la fisicidad: la pérdida de cohesión sería, en este caso, la consecuencia de atentados contra la integridad del sujeto, lo cual permite elaborar una visión de las variadas formas de tortura como aniquilación del ser, en tanto inhabilitado para el reconocimiento de partes de sí mismo.
Los dos narradores cuya obra ficcional se examina en estas páginas, pese a pertenecer a contextos geográficos distantes y entornos socioculturales distintos, llevan a cabo una elaboración convergente del motivo del cuerpo ofendido, elaborando una poética de la percepción corporal en casos de vejaciones y ultrajes. En el primer apartado se emprenderá un examen de la obra de la narradora, poeta y antropóloga montevideana Teresa Porzecanski (1945) , concentrando la atención en las dinámicas de disgregación de la fisicidad desarrolladas a partir de una escritura que “cuestiona el realismo tradicional desde adentro y propone una mirada sobre el desorden y el dislocamiento” (Aínsa, 1993: 47). Dentro de un marco estilístico y temático basado en la descolocación –como rasgo idiosincrático perteneciente a casi todos los narradores “orientales” de la generación del ‘70 – el sesgo oblicuo de la escritura de Porzecanski apunta a una fragmentación formal que se conecta, a su vez, con procesos de deconstrucción corporal; esta relación hace que la fragmentación del acto de escribir abra el camino a la ruptura de toda cohesión física en la ficción. Como se verá en las próximas páginas, la disgregación que la autora describe puede ser el resultado tanto de procedimientos biológicos, como de embestidas violentas contra el ser humano, producto de la dolorosa realidad histórica de las experiencias autoritarias.
La segunda sección del presente estudio se centrará en la obra cuentística de Enrique Jaramillo Levi, poeta y narrador panameño nacido en la ciudad de Colón, en 1944 , autor de más de 50 publicaciones en todos los géneros literarios y gestor de varios premios literarios entre los que destacan el Premio de poesía Gustavo Batista Cedeño otorgado por el Instituto Nacional de Cultura y el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán. El centro de nuestro examen será la recopilación de cuentos Ahora que soy él, que el autor panameño publicó en 1985. La elección de concentrar la atención sólo en la obra cuentística de Jaramillo Levi reside en parte en la preminencia del género del relato breve en la literatura nacional, así como testimonia Ángela Romero en su ensayo “Recuento de la experiencia de la transgresión: repertorio de minifición panameña”; afirma Romero que “el género cuentístico, junto con la poesía, ha sido desde el inicio de la literatura nacional uno de los más cultivados en Panamá. Esta es una realidad ineludible que manifiesta cualquier recorrido crítico que se efectúe por la literatura istmeña” (Romero, 2004: 137).
Paralelamente, justifica nuestra inclinación hacia la cuentística la intensa labor de recopilación de textos breves que Jaramillo Levi ha llevado a cabo y a partir de la década del ‘70 (con la publicación, en 1971, de la Antología crítica de joven narrativa panameña, que vio la luz en México, por la Editorial Mexicana), ofreciendo una visión de conjunto de la ficción breve nacional; una labor que ha desembocado a finales de los ‘90 en un nuevo volumen monográfico: Hasta el sol de mañana (50 cuentistas panameños nacidos a partir de 1949), publicado en Panamá por la Fundación Cultural Signos, en 1998.
Dentro de la recopilación Ahora que soy él, el relato “La sombra”, en particular, será el núcleo central de nuestro análisis, en tanto que se presenta como una suerte de condensación de los motivos caracterizantes de la narrativa de Porzecanski.
I. Teresa Porzecanski: el precario equilibrio del cuerpo y la palabra
La excentricidad de la literatura de Teresa Porzecanski se funda en un proyecto creativo que cuestiona continuamente sus bases y que se apoya en una ausencia deliberada de linealidad, resultado de los continuos cambios, variantes y nuevas reflexiones insertos a lo largo de su producción. Así como la existencia de los protagonistas de su obra ficcional no se agota en el breve espacio de una novela o un relato sino que sus rasgos físicos y comportamentales reaparecen en narraciones posteriores, del mismo modo la frecuente intertextualidad (o “auto-textualidad”) existente entre sus títulos es también sinónimo de continuidad, como la misma autora quiso subrayar en una entrevista con Mónica Flori: “[...] tengo que volver a [mis personajes] de una manera referencial [...] Hay cosas que no se terminaron de contar de esos personajes y siguen estando ahí. Hay partes citadas de mis libros anteriores que considero que vinculan todos los libros ente sí” (Flori, 2000: 5). Paralelamente a esta modalidad autorreferencial, en la narrativa de Porzecanski resulta patente el rol central de las descripciones de una deconstrucción corporal a través de la cual los protagonistas de los relatos no sólo adquieren conciencia de sus cuerpos como un conjunto de funciones fisiológicas sino que perciben también el frágil equilibrio existente entre sus órganos.
La creación literaria de la autora descubre así dinámicas de fragmentación y deconstrucción física que pueden surgir tanto de procesos meramente biológicos, como ser el resultado de agresiones corporales y atentados contra la integridad del ser que remiten a varias formas de tortura. En esta ambivalente poética de la disgregación, los cuerpos se desintegran o aparecen descompuestos en pedazos sin cohesión, cuyas funciones representan movimientos aislados dentro del frágil mecanismo biológico del cuerpo humano. Para este proceso paulatino de deconstrucción, los relatos de Porzecanski precisan de un lenguaje desarticulado, en el que la conexión de las palabras crea un universo de metáforas barrocas y asociaciones sorprendentes; en La invención de los soles (1994), por ejemplo, cada palabra necesita seguir el proceso de aglutinación o disgregación de las partes de un mismo cuerpo y surge de las entrañas como una natural adaptación a lo físico: “Gradualmente la transformación ocurre, poco a poco la verdad me alcanza, va inundando mis vísceras y las palabras me brotan ordenadas, ya sin voluntad o esfuerzo” (Porzecanski, 1994: 15).
En relación con el objetivo de nuestro estudio, cabría destacar cómo en la literatura de Porzecanski la descolocación del ser humano –que suele manifestarse en la percepción de una disgregación corporal– parece apoyarse en tres líneas argumentativas. En una primera instancia, brota del desamparo que el individuo experimenta frente a la tensión sufrida para mantener en equilibrio sus mismas funciones fisiológicas: el deseo de lograr la integridad y armonía del cuerpo puede llevar a una engañosa tranquilidad que desemboca en una existencia rutinaria pero peligrosamente inestable, destruida por estallidos físicos que despedazan cuerpos y laceran seguridades. En un segundo plano, la descolocación nace de una deliberada falta de definición formal y temática que la autora se impone con el objetivo de borrar los límites entre el realismo y fantasía, así como ella misma confirma: “En mi escritura prevalece una confusión permanente del mundo sujetivo con el objetivo [...] La narración pasa a describir los mundos desde diversas perspectivas que se van mezclando” (Flori, 2000: 3).
La tercera línea interpretativa reúne los dos motivos anteriores y articula una lúcida condena alegórica de toda forma de agresión física, reelaborando tanto la sensación de desamparo del hombre frente al –a veces– misterioso funcionamiento de su propio cuerpo, como la necesidad de una evasión hacia el espacio de la fantasía cuando la dureza de la realidad impone una elección . Se elabora, así, una suerte de huida hacia otra dimensión de la existencia, mediante la fantasía, o el encierro voluntario en espacios clausurados que garanticen una momentánea salvación. En la novela Mesías en Montevideo, la elección por parte de Cusiel, uno de los protagonistas, de vivir encerrado en un sótano “cuyas paredes sudaban mares” (Porzecanski, 1989: 7) lo obliga a un reconocimiento continuo tanto de sus propios miembros dolidos por la inacción y la falta de espacio como de las exigencias de su cuerpo desacostumbrado a la luz: “Tenía calor y tiritaba al mismo tiempo. Le venían nubes blancas a los ojos, nubes que habían viajado desde algún lugar remoto del mundo y desde mucho tiempo atrás. Escalofríos, pedazos de tiempo impertinentes se colaban dentro de su cansancio y le auscultaban el corazón” (Porzecanski, 1989: 8 - 9).
La centralidad del cuerpo y sus funciones biológicas –según la primera línea argumentativa– trastocan el orden jerárquico entre pensamiento y existencia: el ser humano no existe porque piensa sino porque siente, toca las funciones y los ritmos de su corporeidad. La identidad se transmite de generación en generación a través de rasgos físicos que son, a la vez, parecidos y distintos entre dadores y receptores: “Tu madre muere y tú eres tu propia madre recreando con ritmo su singular secuencia. Tú eres tu misma madre hurgando por sus hijos a través de la noche: encuentras un par de ojos, dos pares de miembros adecuados, te sorprende un color o un dolor en una víscera y allí lo tienes palpitando” (Porzecanski, 1994: 18).
Las modalidades de creación literaria de la autora se sustentan a partir de pesquisas que hurgan en lo físico, como si fuera imprescindible para sus antihéroes desarrollar un proceso de búsqueda de fragmentos aislados de sus cuerpos: podría interpretarse esta indagación como un proceso de definición cercano al camino sartreano, que antepone la existencia a la esencia. Para expresar esta tensión, Porzecanski –según observa Fernando Aínsa– violenta “las palabras y [las] asocia en forzadas parejas metafóricas, no siempre desentrañables” (Aínsa, 2001: 17). La creación literaria llega a convertirse para la narradora montevideana en un proceso reproductivo, cuyas dinámicas se acercan a tal punto a los procedimientos biológicos humanos que la escritora no puede evitar de preguntarse, en las páginas mismas de la ficción, si “¿Pueden las palabras autofecundarse así? ¿Pueden atraerse, encontrarse, intercambiar sus genes, dar lugar?” (Porzecanski, 2000: 110). La consolidación de la identidad a partir de la composición material de los fragmentos físicos explica y refuerza la esencia del ser humano; así, si el cuerpo es el origen, el manantial de la existencia, es también –por contraste– instrumento para una denuncia histórica de abusos y violencias milenarias. Una denuncia que Porzecanski articula con particular énfasis en Una novela erótica: “Mi cuerpo es todos los cuerpos enfermos, saturados de olores, las abiertas heridas de los cráneos golpeados, la delgadez de los huesos resultantes de todas las masacres, los esqueletos largamente abusados” (Porzecanski, 2000: 110).
La lectura de la producción literaria de narradoras como Luisa Valenzuela, Marta Traba o Diamela Eltit, que han vivido desde adentro el proceso de violencia engendrado por las dictaduras militares en el Cono Sur, permite observar cómo la centralidad del cuerpo encuentra una de sus explicaciones en el intento de expresar los vínculos entre éste y el poder. La literatura adquiere no sólo la capacidad de manifestar un compromiso político sino también la fuerza expositiva para la representación ficcional de sensaciones que brotan desde lo más humano: la escritura alcanza, entonces, el rol de herramienta de denuncia que condena a gritos la dominación por parte del más fuerte, un dominio que en el caso de las mujeres se extiende a la violación física para terminar en un sometimiento psicológico consecuencia de formas brutales de lavado de cerebro. La relación entre corporeidad y vexación, entre una sexualidad sana y natural y el ultraje del sexo forzado remite a los estudios de Michel Foucault y a su ensayo Historia de la sexualidad: en contextos sociales dominados por un poder absoluto y avasallador que somete al ser humano a torturas y violaciones, el filósofo francés no sólo reafirma el papel central de la corporeidad, sino que también subraya el rol crítico de la sexualidad, que “aparece [...] como un punto de pasaje para las relaciones de poder [...]. La sexualidad no es el elemento más sordo sino, más bien, uno de los que están dotados de la mayor instrumentalidad” (Foucault, 1993: 126).
En comparación con la obra de narradores y narradoras que se centran en la representación ficcional del cuerpo sometido a agresiones y violencias –como es el caso, por ejemplo, de Luisa Valenzuela– la narrativa de Porzecanski se sitúa en una posición intermedia entre una escritura “sobre” el cuerpo, que expresa la “dominación que lleva a forzar y fragmentar la anatomía humana [...] y la propia escritura “del” cuerpo, entendida como las diferentes respuestas ofrecidas por las víctimas ante la violencia” (Noguerol, 2003: 230). Esta escritura “del” cuerpo lleva a que –en la literatura de Porzecanski– las funciones fisiológicas primordiales sirvan para testimoniar la persistencia de la vida: la misma percepción material de los fluidos corporales, sus temperaturas y texturas se convierte en descubrimiento necesario para que el (o la) protagonista se sienta vivo.
Es indudable que también en la obra de Luisa Valenzuela la pérdida de fluidos corporales (por ejemplo, el ciclo menstrual) y las deyecciones de los prisioneros bajo torturas le devuelven al sujeto dominado el estatus de individuo, permitiéndole la recuperación –incierta y fugaz–de su identidad; sin embargo, el cuerpo de la víctima, bajo la mirada de su victimario, padece un doble proceso de aniquilación, que Patricia Venti relaciona tanto con “la dimensión física de la realidad como [con] la dimensión simbólica del espacio” (Venti, 2004: 117). Para matizar con más precisión esta dialéctica, puede resultar útil hacer referencia a La condesa sangrienta, texto en el que Alejandra Pizarnik traduce al castellano fragmentos de la novela La comtesse sanglante, de Valentine Penrose, y ficcionaliza las torturas que la condesa húngara Erzébet Báthory infligía a sus jóvenes y atractivas esclavas en el castillo de Csejthe. Las imágenes que proyectan las dos obras son las de mujeres desgarradas, mutiladas, en las que el cuerpo inicial, todavía compacto, se va desmembrando hasta perder su identidad: “Erzébet pinchaba a sus sirvientas con largas agujas; y cuando [...] debía quedarse en la cama, les mordía los hombros y masticaba los trozos de carne que había podido extraer” (Pizarnik, 1988: 383). La descripción del cuerpo íntegro es sustituida por las fibras desgarradas de las víctimas: la mirada misma de la condesa refleja un cambio que genera una dinámica contrastiva de ausencia y presencia, de plenitud y vacío; el resultado final de la transposición al centro del texto de la perspectiva del victimario es la “emergencia [...] del cuerpo como objeto preparado para ser destruido y como sujeto ejecutante de tal destrucción” (Venti, 2004: 117). La percepción de la inevitabilidad de la aniquilación física reduce los cuerpos a meros conjuntos de miembros inertes y resignados a la devastación, al mismo tiempo que esta entrega los convierte en “cómplices obligados” de sus mismos verdugos.
En la producción literaria elaborada en el Cono Sur durante las décadas del ‘70 y del ‘80 los narradores asumen la responsabilidad histórica de introducir en el proyecto ficcional un inventario de universos y antihéroes pesadillescos que testimonian la presencia –en el sistema social establecido– de una dimensión paralela dominada por la tortura, como en un viaje a los infiernos en el que el espacio/tiempo de la alegría y del bienestar desaparece hundiéndose hacia los abismos del dolor y la congoja. José Promis subraya esta tendencia de la literatura conosureña, al observar cómo “personajes y espacios, jóvenes y viejos, se enfrentan juntos a un proceso de dominación que los consume a todos por igual, surgido de una súbita fractura de la historia que deja escapar por entre sus fauces el horror de una realidad antes inimaginable” (Promis, 1993: 253-254). En esta objetividad inquietante, la introducción de un repertorio descriptivo que fija en imágenes los agentes y espacios de la tortura implica para el lector la obligación de contemplar
escenas de degradación humana, oprobio, humillación de la personalidad y destrucción física del individuo. Los narradores lo fuerzan a observar [...] las diferentes maneras como hombres y mujeres, figuras secundarias o protagónicas de los relatos, son sometidos al escarnio, vejados, abusados y destruidos física y psicológicamente a manos de otras figuras cuyos comportamientos responden a la depravación y crueldad de quienes ejercen dominio omnímodo sobre una colectuvidad humana (Promis; 1993: 254).
En la narrativa de Porzecanski la deconstrucción del cuerpo no suele ser siempre una consecuencia del acto deliberado de un verdugo, ni emerge como resultado de la insana pasión por la sangre de una enloquecida dama renacentista que contempla su imagen en un espejo para controlar los benéficos efectos de su sangriento tratamiento de belleza. Aquellos personajes que no viven la experiencia de las torturas desaparecen, mueren y se pudren por sus mismas culpas, se destruyen y anulan a través de la inmovilidad y el miedo; en casos puntales, la visión descolocada de la autora hace que la dicotomía entre el cuerpo sano e íntegro y el cuerpo sin vida ni sangre se vislumbre a través de miradas no humanas, como cuando la perspectiva de un maniquí ofrece al lector su visión sobre la anquilosada atrofía de hombres y mujeres: “Otros, humanos, parecían haber estado siempre más inertes que yo mismo; refrenando el miedo y la apatía, [...] las hélices agudas que los harían levantar vuelo. Su propia quietud me parecía hedionda, como si la putrefacción comenzara mucho antes de la muerte” (Porzecanski, 1994: 68).
En relación con los escenarios físicos de este estancamiento existencial, cabría hacer hincapié en cómo –en la narrativa de Porzecanski– el contexto espacial en el que se ubican los relatos no siempre se corresponde con la ciudad de Montevideo y es más bien el cuerpo que “descoyuntado, se identifica con hogares [y lugares] deteriorados a su imagen y semejanza, como una prolongación de miembros y articulaciones en habitaciones [...] que reflejan el carácter de sus habitantes” (Aínsa, 2008: 62). Sin embargo, cuando la autora decide franquear las barreras de la anonimia geográfica, Montevideo aparece como una ciudad que muta empeorando y que cada año va despoblándose: no sólo pierde a sus habitantes más jóvenes sino que los que quedan van perdiendo sus rostros (como en el cuento “Inoportuno”, perteneciente a la recopilación Ciudad impune). La capital uruguaya se desdibuja y se convierte en un lugar atemporal y sin referencias geográficas, que uno de los protagonistas de La invención de los soles define como un espacio inconsistente y cambiante según varía el sujeto que la esté pensando: “Y además siempre puedo sostener que esta ciudad no existe, que la imagen de este lugar que tú imaginas en este tiempo, yo la imagino en otro lugar y en otro tiempo y que mi tiempo y tu tiempo son distintos y la grieta, la grieta es insalvable” (Porzecanski, 1994: 11-12) . La grieta –que va ampliándose– aparece como elemento de separación entre dimensiones autonómas y mundos prácticamente aislados entre sí; ésto, para que sea la mirada del lector la que descubra la oblicuidad de la perspectiva de la escritura y el porqué de la doble fragmentación: en la narración y en los cuerpos. Sobre los motivos de la existencia de los dos planos de discontinuidad la autora afirma que “hay una representación fragmentada porque eso es lo que uno puede percibir de los personajes [...]. Si la narración tuviera en cuenta todo lo que pasa y una continuidad y completud total, el lector vería reducidos sus espacios de interpretación” (Flori, 2000: 3). Esta misma fragmentación, hecha de percepciones subjetivas muy puntuales y de una articulación entrecortada de pensamientos sufridos, remite a los motivos dominantes presentes en el relato “La sombra”, de Enrique Jaramillo Levi, objeto de análisis del apartado que sigue.
II. Enrique Jaramillo Levi: el precario equilibrio del cuerpo y la palabra
Según observa Fernando Burgos en el tercer tomo de El cuento hispanoamericano en el siglo XX, en el relato “La sombra”, que se incluye –así como a se ha adelantado en la primera sección– en la recopilación Ahora que soy él, “la historia de la narración es intervenida por un halo poético de imágenes en el que se cruzan la visión onírica, el asedio de fantasías, la implosión erótica [...] el acercamiento a un centro ya perdido, la destrucción del cuerpo y el desplazamiento hacia el vínculo del nacimiento” (Burgos, 1997: 236). ). Se vislumbra en esta reflexión la presencia matizada de todos los motivos centrales de la obra de Porzecanski: así como en la narradora montevideana la creación literaria llega a identificarse con un proceso reproductivo según el que las palabras desarrollan una dinámicas de autofecundación, esta suerte de partenogénesis pregonada por la autora se convierte en “La sombra” en un sufrido iter de alumbramiento que representa el único anclaje del protagonista con la vida: “Broto plácida, casi lánguidamente de ti, madre, como lirio de las entrañas de un estanque: me recobro desde el misterio ... hasta que súbitamente algo se rompe y percibo el abandono y una extraña mezcla de odio y añoranza” (Jaramillo Levi, 1985: 79). Después del nacimiento, la existencia se desliza hacia una condición de sufrimiento hecho aún más terrible por las torturas, además que por el recuerdo de la separación del recién nacido del útero materno. La deconstrucción del cuerpo del personaje de Jaramillo Levi, consecuencia del acto deliberado de sus verdugos, encuentra un alivio momentáneo en la fuerza de la imaginación: así como la ciudad de Porzecanski no existe, en tanto que la imagen de ese lugar se modifica según cambie el sujeto que la esté imaginando, del mismo modo, la única huida posible para el narrador de “La sombra” reside en un desplazamiento imaginario, posible gracias al trabajo de la fantasía que le permite una ilusoria evasión-disolución: “déjenme ya, grito, ya no más, por favor, y una calma temblorosa empieza a instalarse, se extiende, duele, me hace querer volar nuevamente, por un rato me desplazo, soy nube radioactiva, floto, me disuelvo” (Jaramillo Levi, 1985: 80).
La detención en un espacio cerrado (¿una celda?) y las torturas reiteradas a las que es sometido el narrador –en una ciudad de ubicación geográfica indefinida de la que el protagonista percibe sólo “una infinita sensación de techos y azoteas por todas partes” (Jaramillo Levi, 1985: 80)– constituyen el marco pretextual en el que se inserta no sólo la narración de las violencias físicas sino también la continua exploración por parte del personaje de su mismo cuerpo. Si en Porzecanski el reconocimiento diario del cuerpo, la percepción material de sus partes, el contacto con sus texturas son procesos necesarios para que los protagonistas se sientan vivos, la misma exigencia se manifiesta en el prisionero de Jaramillo Levi: “otra vez reconozco los confines del cuarto y busco el espejo, me busco, necesito saber si aún estoy aquí, si existo” (Jaramillo Levi, 1985: 80). La revelación en primera persona de la violencia física a la que el yo lírico se ve expuesto devuelve con rudeza al lector “al episodio de una Historia terrible por la cual la sombra y el dolor advienen reales, la alucinación y la demencia, alternativas, y la fantasía de la reincorporación umbilical un refugio al temor de la destructividad” (Burgos, 1997: 236) .
El texto de Jaramillo Levi se presenta así como un flujo de conciencia ininterrumpido en el que la fuerza onírica de las palabras de la víctima instalan en el lector la imagen de un acoso que supera la mera persecución de la policía secreta (cinco sombras sin cara), para desembocar en una sensación de colapso del ser. Desde el interior de la celda, acosado por el terror de nuevos arrebatos de violencia por parte de sus victimarios, el protagonista se percibe a sí mismo al borde de una caída letal: “instalado en la cúspide de un insólito rascacielos, asediado por el viento y cinco sombras con zapatos, estoy al borde del abismo; sé que el momento del colapso no demora, si me empujan me recibiría un vacío insondable, y en seguida estoy cayendo hondamente y sigo cayendo una eternidad” (Jaramillo Levi, 1985: 80) .
Pese a que las condiciones de incomunicación y de fisura de los intercambios con los demás seres humanos que el narrador experimenta podrían ser leídas también como epifanías de una situación anímica individual del ser, una eventual lectura alegórica del relato en términos psicoanalíticos (esto es, interpretar la situación de incomunicación y fractura como consecuencia de los conflictos interiores del hombre contemporáneo) no debe posponer la centralidad de la denuncia sociopolítica presente en el relato de Jaramillo Levi. El confinamiento y la clausura del personaje reflejan la condición de víctima del individuo sometido a la tiranía de la dictadura y a los abusos del poder, y se consolidan como “funesta manifestación de la violenta ruptura de un sistema de convivencia social establecido. Las situaciones de evocación del bien perdido, del paraíso del pasado [...] adquieren ahora una clara interpretación política: [...] el paraíso que se añora es el sistema político democrático sobre el que se desarrollaba un orden familiar” (Promis, 1993: 249). En el cuento, frente a los anti-valores de la injusticia y la violencia, el protagonista manifiesta una actitud de evasión de la realidad inmediata mediante un retorno virtual al paraíso perdido de la infancia y a la sensación perdida de amparo y cobijo que experimentaba al contacto con el cuerpo materno.
La tangibilidad de la sensación de desamparo enlaza con una línea de denuncia presente en otros relatos del autor, de entre los que destaca por su proximidad temática “Toda la sangre” (1992), por al menos dos razones: el texto incorpora “el tema del atropello de las dictaduras militares que a menudo ha sufrido Latinoamérica. En este caso todo el relato funciona como significante cuyo significado apunta a su título” (Romero, 2004: 147), al mismo tiempo que está construido de manera tal que los efectos de la violencia física ejercida sobre las víctimas (la sangre que brota de los cuerpos) adquiere un rol activo: al salir torrencialmente del grifo doméstico de un alto cargo militar, el aluvión de sangre lo condena a morir ahogado. La némesis elaborada por Jaramillo Levi hace que al final el hombre entienda que “ese mar sanguinolento que le invade corresponde a cada una de sus víctimas, en sórdida, espeluznante venganza” (Romero, 2004: 147).
En el citado ensayo Fenomenología de la percepción, Merleau Ponty plantea que el cuerpo humano representa, junto a lo externo real, la base de la conciencia, lo cual implica una suerte de compromiso existencial entre el individuo y sus circunstancias; el filósofo francés subraya en particular la relevancia de la percepción que permite la comprensión del Otro mediante el conocimiento del propio cuerpo: “Es por mi cuerpo que comprendo al otro, como es por mi cuerpo que percibo las cosas” (Merleau Ponty, 1985: 106). El cuerpo se afirma como base de la conciencia y la aprehensión de ésta ocurre mediante el reconocimiento y el reencuentro con la corporeidad: la aplicación de esta reflexiones al texto de Jarmillo Levi permite observar cómo en el relato el personaje se afana en la comprobación de su integridad física, y lo hace no ya filtrando su exploración a través de la mirada del verdugo –como ocurría en los textos de Porzecanski, Pizarnik y Valenzuela– sino a través de la confrontación con un espejo, que le remite su imagen devastada: “algo se ha movido entre las sábanas, se tuerce; veo cómo se asoma una cabeza despeinada, se abren los hinchados ojos [...] ; se ha levantado y busca el espejo; ambos vemos detrás de su figura, que es la mía avejentada y torpe [...] la tranquila imagen de un estanque” (Jaramillo Levi, 1985: 81). La modalidad de exploración del cuerpo deja de acaecer mediante un registro físico –el contacto de la manos con los miembros dolidos– y ya no aparece mediada por la mirada del victimario: por el contrario, la víctima interactúa con ese doble que le remite el espejo y trata de evadirse mediante la imaginación, que reproduce y proyecta un medio espacial sosegado y plácido (el estanque).
Si, como sostiene Merleau Ponty, la comprensión del otro pasa por el conocimiento del propio cuerpo, se hace ineludible acercarse a la imagen que el espejo devuelve, hasta que el sujeto y su doble coincidan en una unidad: “sentimos una atracción creciente llamándonos; salgo del sitio abstracto que me guarda y me desplazo hacia el cuerpo que continua mirándose en el espejo; me fundo con él y caminamos hacia el estanque sin encontrar obstáculos en el camino; en el agua reposan un lirio y su reflejo” (Jaramillo Levi, 1985: 81). Reestablecida la unión entre la imagen que aparece en el espejo de la celda y su misma corporeidad, el narrador efectúa una suerte de regreso a la ceremonia sagrada del nacimiento: como en una estructura circular, el alumbramiento descrito al comienzo del relato deja lugar a una nueva descripción de un parto –esta vez onírico– creado por la imaginación de la víctima, que fantasea con “una mujer doblada hacia adelante extrayendo de su centro una flor blanca que se va abriendo en sus manos mientras la poderosa luz que irradia enciende el perfil de cada cosa en el cuarto y me permite recordar por un brevísimo instante cómo he tenido que hundirme en la demencia como en un regazo tierno para poder resistir las torturas a las que he sido sometido” (Jaramillo Levi, 1985: 82).
El narrador no sólo se despierta a una reflexión acerca de la pureza primordial (la flor blanca que brota en una inundación de luz) injuriada por el furor y la ferocidad humanos, sino que se desplaza, mediante un ejercicio conjunto de rememoración e imaginación, hacia un pasado del que no puede tener memoria (su nacimiento), pero que le pertenece como ser humano. En el sagrado misterio del parto, el proceso mental del protagonista sigue un camino circular: si al comienzo del relato era él quien brotaba del vientre materno, ahora este recuerdo innato se traslada a una imagen de pureza (el lirio blanco) cuya estridencia contrastiva con la brutalidad de las torturas es patente. El narrador consigue alcanzar concienca de sí como ser humano gracias –paradójicamente– a esta rememoración inconsciente, que le permite preservar una suerte de integridad física residual. El poder de la memoria como herramienta para salvaguardar la continuidad temporal del hombre es analizada en profundidad por Paul Ricoeur en su completo ensayo La memoria, la historia, el olvido; afirma el filósofo de Valence que
en la memoria parece residir el vínculo original de la conciencia con el pasado. [...] La memoria es el pasado y este pasado es él de mis impresiones; este pasado es mi pasado. Por este rasgo precisamente la memoria garantiza la continuidad temportal de la persona... Esta continuidad me permite remontarme sin ruptura del presente vivido hasta los acontecimientos más lejanos de mi infancia [...] La memoria sigue siendo la capacidad de recorrer, de remontar el tiempo, sin que nada prohíba, en principio, proseguir, sin solución de continuidad, este movimiento (Ricoeur, 2003: 128-129).
La autodesignación del sujeto a una demencia intencional es una elección que ofrece al protagonista la posibilidad una perduración corporal: transferir el horror y el dolor de las torturas de los miembros ultrajados a una dimensión inmaterial –constituida al mismo tiempo por recuerdos inconscientes de imágenes primordiales y por la deliberada demencia– permite al individuo mantener una integridad física residual, indispensable para seguir conectado con el mundo de los humanos, así como observa Merleau Ponty: "El cuerpo es el vehículo del ser del mundo, y poseer un cuerpo es para un viviente conectar con un medio definido, confundirse con ciertos proyectos y comprometerse continuamente con ellos" (Merleau Ponty, 1985: 100).
En conclusión, tanto en los personajes de Porzecanski como en los de Jaramillo Levi es posible vislumbrar dos motivos comunes y recurrentes, que pueden resumirse en los siguientes rasgos: en un primer plano, la constante presencia de procesos de inspección del cuerpo y sus texturas se plantean como itinera que hacen coincidir las dinámicas de reconocimiento con una comprobación de la “persistencia del yo” mediante el contacto con la fisicidad (entendido como un registro físico indispensable para la autodefinición). Al mismo tiempo, el segundo motivo compartido apunta a las dinámicas de disgregación y fragmentación del cuerpo como resultado de agresiones violentas a la corporeidad humana: la pérdida de cohesión vendría a ser, en esta modalidad, la consecuencia de atentados perpetrados contra la integridad del sujeto. Frente a distintas formas de tortura –concebidas como aniquilación del ser– los protagonistas ficcionales de ambos narradores evidencian la ausencia de lo que Friedrich Nietzsche, en su ensayo Genealogía de la moral (1887), define como ressentiment, es decir la sensación de desquite que experimenta el ser humano perseguido: este término, que puede coincidir con el vocablo castellano “resentimiento”, consiste en la imaginaria venganza a la que se entregan aquellos individuos vejados y perseguidos que se demuestran incapaces de resistir –mediante una reacción directa– a la opresión. Una revancha imaginaria que no pertenece a los antihéroes de Porzeanski y Jaramillo Levi: si se analizan las intuiciones de Nietzsche acerca del placer que los seres humanos experimentan al ejercer formas distintas de crueldad, se observa cómo el esquema psicológico dominante convierte al mismo “yo” en el blanco más atractivo de la crueldad humana. El impulso autodestructivo o de inercia frente a la vejación se postula como una especie de autotortura que constituye el último recurso de quienes –como los protagonistas de las narraciones examinadas– no pueden ejercer su voluntad en una sociedad que no comprenden.
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DISGREGACIÓN DE LA FISICIDAD Y PERCEPCÓN CORPORAL EN TERESA PORZECANSKI Y ENRIQUE JARAMILLO LEVI
Giuseppe Gatti
¿No sucede a menudo que seguimos siendo nosotros mismos sólo por la idea de nuestras limitaciones? [...] Como si fuésemos un objeto que busca su nombre en una naturaleza sin identidad. (E. M. Cioran, El ocaso del pensamiento)
En el ensayo Fenomenología de la percepción (1945), Maurice Merleau Ponty desarrolla una extensa reflexión acerca de las modalidades de interacción de los cuerpos humanos y los vínculos que conectan la esfera de la fisicidad con la de las emociones; observa el filósofo cómo no es suficiente que “dos sujetos concientes tengan los mismos órganos y el mismo sistema nervioso para que las emociones se den, en todos ellos, con los mismo signos. Lo que importa es la manera como utilizan su cuerpo, es la puesta en forma simultánea de su cuerpo y de su mundo en la emoción” (Merleau Ponty, 1985: 102). El mensaje que el pensador francés elabora no sólo refuta la concepción de la conciencia como pura interioridad, sino que se resiste a las tensiones que apuntan a la reificación del cuerpo, negando la identificación del mismo como mero objeto: por el contario, el cuerpo se acoplaría a la mente para conformar una unión que se manifiesta en distintos planos comportamentales, consolidando la teoría de que el hombre es –de forma indisoluble– conciencia y cuerpo. Esta correspondencia entre conciencia y materialidad corporal –que se concreta también en una ilación entre hombre y mundo– no se basa en la mera correlación del sujeto con un objeto: de hecho, sostiene Merleau Ponty, el “yo pienso” se fundamenta en un inicial “yo percibo” . El rechazo de la concepción del cuerpo como puro objeto implica elaborar una filosofía que atribuye al cuerpo la centralidad en la percepción/mirada: la corporeidad vendría a representar el punto de vista del sujeto sobre el mundo, atribuyendo a la tangibilidad en el espacio el papel de primera condición de toda percepción.
Las anteriores reflexiones sobre las diálecticas filosóficas entre lo material (cuerpo) y lo etéreo (conciencia) introducen el objeto de nuestro análisis, consagrado a una relectura de un conjunto de representaciones ficcionales que se detienen en la centralidad del cuerpo y en los procesos de disgregación de la fisicidad. Son dos, en particular, las líneas interpretativas principales que se seguirán:
a) la primera se detiene en los procesos de percepción e inspección de las fibras y texturas corporales que el sujeto lleva a cabo a lo largo de su existencia. Esta etapa continua de reconocimiento evidencia cómo la comprobación de la “persistencia del yo” mediante el contacto con los propios miembros enlaza con la teoría de Merleau Ponty, según la cual el sujeto perceptivo no es ni un ser totalmente material ni propiamente espiritual, sino un modo de ser que representa el elemento fundacional de todo individuo que necesita también de un registro físico para definirse.
b) la segunda línea de estudio detalla las dinámicas de disgregación y fragmentación del cuerpo cuando éstas son el resultado de agresiones violentas a la fisicidad: la pérdida de cohesión sería, en este caso, la consecuencia de atentados contra la integridad del sujeto, lo cual permite elaborar una visión de las variadas formas de tortura como aniquilación del ser, en tanto inhabilitado para el reconocimiento de partes de sí mismo.
Los dos narradores cuya obra ficcional se examina en estas páginas, pese a pertenecer a contextos geográficos distantes y entornos socioculturales distintos, llevan a cabo una elaboración convergente del motivo del cuerpo ofendido, elaborando una poética de la percepción corporal en casos de vejaciones y ultrajes. En el primer apartado se emprenderá un examen de la obra de la narradora, poeta y antropóloga montevideana Teresa Porzecanski (1945) , concentrando la atención en las dinámicas de disgregación de la fisicidad desarrolladas a partir de una escritura que “cuestiona el realismo tradicional desde adentro y propone una mirada sobre el desorden y el dislocamiento” (Aínsa, 1993: 47). Dentro de un marco estilístico y temático basado en la descolocación –como rasgo idiosincrático perteneciente a casi todos los narradores “orientales” de la generación del ‘70 – el sesgo oblicuo de la escritura de Porzecanski apunta a una fragmentación formal que se conecta, a su vez, con procesos de deconstrucción corporal; esta relación hace que la fragmentación del acto de escribir abra el camino a la ruptura de toda cohesión física en la ficción. Como se verá en las próximas páginas, la disgregación que la autora describe puede ser el resultado tanto de procedimientos biológicos, como de embestidas violentas contra el ser humano, producto de la dolorosa realidad histórica de las experiencias autoritarias.
La segunda sección del presente estudio se centrará en la obra cuentística de Enrique Jaramillo Levi, poeta y narrador panameño nacido en la ciudad de Colón, en 1944 , autor de más de 50 publicaciones en todos los géneros literarios y gestor de varios premios literarios entre los que destacan el Premio de poesía Gustavo Batista Cedeño otorgado por el Instituto Nacional de Cultura y el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán. El centro de nuestro examen será la recopilación de cuentos Ahora que soy él, que el autor panameño publicó en 1985. La elección de concentrar la atención sólo en la obra cuentística de Jaramillo Levi reside en parte en la preminencia del género del relato breve en la literatura nacional, así como testimonia Ángela Romero en su ensayo “Recuento de la experiencia de la transgresión: repertorio de minifición panameña”; afirma Romero que “el género cuentístico, junto con la poesía, ha sido desde el inicio de la literatura nacional uno de los más cultivados en Panamá. Esta es una realidad ineludible que manifiesta cualquier recorrido crítico que se efectúe por la literatura istmeña” (Romero, 2004: 137).
Paralelamente, justifica nuestra inclinación hacia la cuentística la intensa labor de recopilación de textos breves que Jaramillo Levi ha llevado a cabo y a partir de la década del ‘70 (con la publicación, en 1971, de la Antología crítica de joven narrativa panameña, que vio la luz en México, por la Editorial Mexicana), ofreciendo una visión de conjunto de la ficción breve nacional; una labor que ha desembocado a finales de los ‘90 en un nuevo volumen monográfico: Hasta el sol de mañana (50 cuentistas panameños nacidos a partir de 1949), publicado en Panamá por la Fundación Cultural Signos, en 1998.
Dentro de la recopilación Ahora que soy él, el relato “La sombra”, en particular, será el núcleo central de nuestro análisis, en tanto que se presenta como una suerte de condensación de los motivos caracterizantes de la narrativa de Porzecanski.
I. Teresa Porzecanski: el precario equilibrio del cuerpo y la palabra
La excentricidad de la literatura de Teresa Porzecanski se funda en un proyecto creativo que cuestiona continuamente sus bases y que se apoya en una ausencia deliberada de linealidad, resultado de los continuos cambios, variantes y nuevas reflexiones insertos a lo largo de su producción. Así como la existencia de los protagonistas de su obra ficcional no se agota en el breve espacio de una novela o un relato sino que sus rasgos físicos y comportamentales reaparecen en narraciones posteriores, del mismo modo la frecuente intertextualidad (o “auto-textualidad”) existente entre sus títulos es también sinónimo de continuidad, como la misma autora quiso subrayar en una entrevista con Mónica Flori: “[...] tengo que volver a [mis personajes] de una manera referencial [...] Hay cosas que no se terminaron de contar de esos personajes y siguen estando ahí. Hay partes citadas de mis libros anteriores que considero que vinculan todos los libros ente sí” (Flori, 2000: 5). Paralelamente a esta modalidad autorreferencial, en la narrativa de Porzecanski resulta patente el rol central de las descripciones de una deconstrucción corporal a través de la cual los protagonistas de los relatos no sólo adquieren conciencia de sus cuerpos como un conjunto de funciones fisiológicas sino que perciben también el frágil equilibrio existente entre sus órganos.
La creación literaria de la autora descubre así dinámicas de fragmentación y deconstrucción física que pueden surgir tanto de procesos meramente biológicos, como ser el resultado de agresiones corporales y atentados contra la integridad del ser que remiten a varias formas de tortura. En esta ambivalente poética de la disgregación, los cuerpos se desintegran o aparecen descompuestos en pedazos sin cohesión, cuyas funciones representan movimientos aislados dentro del frágil mecanismo biológico del cuerpo humano. Para este proceso paulatino de deconstrucción, los relatos de Porzecanski precisan de un lenguaje desarticulado, en el que la conexión de las palabras crea un universo de metáforas barrocas y asociaciones sorprendentes; en La invención de los soles (1994), por ejemplo, cada palabra necesita seguir el proceso de aglutinación o disgregación de las partes de un mismo cuerpo y surge de las entrañas como una natural adaptación a lo físico: “Gradualmente la transformación ocurre, poco a poco la verdad me alcanza, va inundando mis vísceras y las palabras me brotan ordenadas, ya sin voluntad o esfuerzo” (Porzecanski, 1994: 15).
En relación con el objetivo de nuestro estudio, cabría destacar cómo en la literatura de Porzecanski la descolocación del ser humano –que suele manifestarse en la percepción de una disgregación corporal– parece apoyarse en tres líneas argumentativas. En una primera instancia, brota del desamparo que el individuo experimenta frente a la tensión sufrida para mantener en equilibrio sus mismas funciones fisiológicas: el deseo de lograr la integridad y armonía del cuerpo puede llevar a una engañosa tranquilidad que desemboca en una existencia rutinaria pero peligrosamente inestable, destruida por estallidos físicos que despedazan cuerpos y laceran seguridades. En un segundo plano, la descolocación nace de una deliberada falta de definición formal y temática que la autora se impone con el objetivo de borrar los límites entre el realismo y fantasía, así como ella misma confirma: “En mi escritura prevalece una confusión permanente del mundo sujetivo con el objetivo [...] La narración pasa a describir los mundos desde diversas perspectivas que se van mezclando” (Flori, 2000: 3).
La tercera línea interpretativa reúne los dos motivos anteriores y articula una lúcida condena alegórica de toda forma de agresión física, reelaborando tanto la sensación de desamparo del hombre frente al –a veces– misterioso funcionamiento de su propio cuerpo, como la necesidad de una evasión hacia el espacio de la fantasía cuando la dureza de la realidad impone una elección . Se elabora, así, una suerte de huida hacia otra dimensión de la existencia, mediante la fantasía, o el encierro voluntario en espacios clausurados que garanticen una momentánea salvación. En la novela Mesías en Montevideo, la elección por parte de Cusiel, uno de los protagonistas, de vivir encerrado en un sótano “cuyas paredes sudaban mares” (Porzecanski, 1989: 7) lo obliga a un reconocimiento continuo tanto de sus propios miembros dolidos por la inacción y la falta de espacio como de las exigencias de su cuerpo desacostumbrado a la luz: “Tenía calor y tiritaba al mismo tiempo. Le venían nubes blancas a los ojos, nubes que habían viajado desde algún lugar remoto del mundo y desde mucho tiempo atrás. Escalofríos, pedazos de tiempo impertinentes se colaban dentro de su cansancio y le auscultaban el corazón” (Porzecanski, 1989: 8 - 9).
La centralidad del cuerpo y sus funciones biológicas –según la primera línea argumentativa– trastocan el orden jerárquico entre pensamiento y existencia: el ser humano no existe porque piensa sino porque siente, toca las funciones y los ritmos de su corporeidad. La identidad se transmite de generación en generación a través de rasgos físicos que son, a la vez, parecidos y distintos entre dadores y receptores: “Tu madre muere y tú eres tu propia madre recreando con ritmo su singular secuencia. Tú eres tu misma madre hurgando por sus hijos a través de la noche: encuentras un par de ojos, dos pares de miembros adecuados, te sorprende un color o un dolor en una víscera y allí lo tienes palpitando” (Porzecanski, 1994: 18).
Las modalidades de creación literaria de la autora se sustentan a partir de pesquisas que hurgan en lo físico, como si fuera imprescindible para sus antihéroes desarrollar un proceso de búsqueda de fragmentos aislados de sus cuerpos: podría interpretarse esta indagación como un proceso de definición cercano al camino sartreano, que antepone la existencia a la esencia. Para expresar esta tensión, Porzecanski –según observa Fernando Aínsa– violenta “las palabras y [las] asocia en forzadas parejas metafóricas, no siempre desentrañables” (Aínsa, 2001: 17). La creación literaria llega a convertirse para la narradora montevideana en un proceso reproductivo, cuyas dinámicas se acercan a tal punto a los procedimientos biológicos humanos que la escritora no puede evitar de preguntarse, en las páginas mismas de la ficción, si “¿Pueden las palabras autofecundarse así? ¿Pueden atraerse, encontrarse, intercambiar sus genes, dar lugar?” (Porzecanski, 2000: 110). La consolidación de la identidad a partir de la composición material de los fragmentos físicos explica y refuerza la esencia del ser humano; así, si el cuerpo es el origen, el manantial de la existencia, es también –por contraste– instrumento para una denuncia histórica de abusos y violencias milenarias. Una denuncia que Porzecanski articula con particular énfasis en Una novela erótica: “Mi cuerpo es todos los cuerpos enfermos, saturados de olores, las abiertas heridas de los cráneos golpeados, la delgadez de los huesos resultantes de todas las masacres, los esqueletos largamente abusados” (Porzecanski, 2000: 110).
La lectura de la producción literaria de narradoras como Luisa Valenzuela, Marta Traba o Diamela Eltit, que han vivido desde adentro el proceso de violencia engendrado por las dictaduras militares en el Cono Sur, permite observar cómo la centralidad del cuerpo encuentra una de sus explicaciones en el intento de expresar los vínculos entre éste y el poder. La literatura adquiere no sólo la capacidad de manifestar un compromiso político sino también la fuerza expositiva para la representación ficcional de sensaciones que brotan desde lo más humano: la escritura alcanza, entonces, el rol de herramienta de denuncia que condena a gritos la dominación por parte del más fuerte, un dominio que en el caso de las mujeres se extiende a la violación física para terminar en un sometimiento psicológico consecuencia de formas brutales de lavado de cerebro. La relación entre corporeidad y vexación, entre una sexualidad sana y natural y el ultraje del sexo forzado remite a los estudios de Michel Foucault y a su ensayo Historia de la sexualidad: en contextos sociales dominados por un poder absoluto y avasallador que somete al ser humano a torturas y violaciones, el filósofo francés no sólo reafirma el papel central de la corporeidad, sino que también subraya el rol crítico de la sexualidad, que “aparece [...] como un punto de pasaje para las relaciones de poder [...]. La sexualidad no es el elemento más sordo sino, más bien, uno de los que están dotados de la mayor instrumentalidad” (Foucault, 1993: 126).
En comparación con la obra de narradores y narradoras que se centran en la representación ficcional del cuerpo sometido a agresiones y violencias –como es el caso, por ejemplo, de Luisa Valenzuela– la narrativa de Porzecanski se sitúa en una posición intermedia entre una escritura “sobre” el cuerpo, que expresa la “dominación que lleva a forzar y fragmentar la anatomía humana [...] y la propia escritura “del” cuerpo, entendida como las diferentes respuestas ofrecidas por las víctimas ante la violencia” (Noguerol, 2003: 230). Esta escritura “del” cuerpo lleva a que –en la literatura de Porzecanski– las funciones fisiológicas primordiales sirvan para testimoniar la persistencia de la vida: la misma percepción material de los fluidos corporales, sus temperaturas y texturas se convierte en descubrimiento necesario para que el (o la) protagonista se sienta vivo.
Es indudable que también en la obra de Luisa Valenzuela la pérdida de fluidos corporales (por ejemplo, el ciclo menstrual) y las deyecciones de los prisioneros bajo torturas le devuelven al sujeto dominado el estatus de individuo, permitiéndole la recuperación –incierta y fugaz–de su identidad; sin embargo, el cuerpo de la víctima, bajo la mirada de su victimario, padece un doble proceso de aniquilación, que Patricia Venti relaciona tanto con “la dimensión física de la realidad como [con] la dimensión simbólica del espacio” (Venti, 2004: 117). Para matizar con más precisión esta dialéctica, puede resultar útil hacer referencia a La condesa sangrienta, texto en el que Alejandra Pizarnik traduce al castellano fragmentos de la novela La comtesse sanglante, de Valentine Penrose, y ficcionaliza las torturas que la condesa húngara Erzébet Báthory infligía a sus jóvenes y atractivas esclavas en el castillo de Csejthe. Las imágenes que proyectan las dos obras son las de mujeres desgarradas, mutiladas, en las que el cuerpo inicial, todavía compacto, se va desmembrando hasta perder su identidad: “Erzébet pinchaba a sus sirvientas con largas agujas; y cuando [...] debía quedarse en la cama, les mordía los hombros y masticaba los trozos de carne que había podido extraer” (Pizarnik, 1988: 383). La descripción del cuerpo íntegro es sustituida por las fibras desgarradas de las víctimas: la mirada misma de la condesa refleja un cambio que genera una dinámica contrastiva de ausencia y presencia, de plenitud y vacío; el resultado final de la transposición al centro del texto de la perspectiva del victimario es la “emergencia [...] del cuerpo como objeto preparado para ser destruido y como sujeto ejecutante de tal destrucción” (Venti, 2004: 117). La percepción de la inevitabilidad de la aniquilación física reduce los cuerpos a meros conjuntos de miembros inertes y resignados a la devastación, al mismo tiempo que esta entrega los convierte en “cómplices obligados” de sus mismos verdugos.
En la producción literaria elaborada en el Cono Sur durante las décadas del ‘70 y del ‘80 los narradores asumen la responsabilidad histórica de introducir en el proyecto ficcional un inventario de universos y antihéroes pesadillescos que testimonian la presencia –en el sistema social establecido– de una dimensión paralela dominada por la tortura, como en un viaje a los infiernos en el que el espacio/tiempo de la alegría y del bienestar desaparece hundiéndose hacia los abismos del dolor y la congoja. José Promis subraya esta tendencia de la literatura conosureña, al observar cómo “personajes y espacios, jóvenes y viejos, se enfrentan juntos a un proceso de dominación que los consume a todos por igual, surgido de una súbita fractura de la historia que deja escapar por entre sus fauces el horror de una realidad antes inimaginable” (Promis, 1993: 253-254). En esta objetividad inquietante, la introducción de un repertorio descriptivo que fija en imágenes los agentes y espacios de la tortura implica para el lector la obligación de contemplar
escenas de degradación humana, oprobio, humillación de la personalidad y destrucción física del individuo. Los narradores lo fuerzan a observar [...] las diferentes maneras como hombres y mujeres, figuras secundarias o protagónicas de los relatos, son sometidos al escarnio, vejados, abusados y destruidos física y psicológicamente a manos de otras figuras cuyos comportamientos responden a la depravación y crueldad de quienes ejercen dominio omnímodo sobre una colectuvidad humana (Promis; 1993: 254).
En la narrativa de Porzecanski la deconstrucción del cuerpo no suele ser siempre una consecuencia del acto deliberado de un verdugo, ni emerge como resultado de la insana pasión por la sangre de una enloquecida dama renacentista que contempla su imagen en un espejo para controlar los benéficos efectos de su sangriento tratamiento de belleza. Aquellos personajes que no viven la experiencia de las torturas desaparecen, mueren y se pudren por sus mismas culpas, se destruyen y anulan a través de la inmovilidad y el miedo; en casos puntales, la visión descolocada de la autora hace que la dicotomía entre el cuerpo sano e íntegro y el cuerpo sin vida ni sangre se vislumbre a través de miradas no humanas, como cuando la perspectiva de un maniquí ofrece al lector su visión sobre la anquilosada atrofía de hombres y mujeres: “Otros, humanos, parecían haber estado siempre más inertes que yo mismo; refrenando el miedo y la apatía, [...] las hélices agudas que los harían levantar vuelo. Su propia quietud me parecía hedionda, como si la putrefacción comenzara mucho antes de la muerte” (Porzecanski, 1994: 68).
En relación con los escenarios físicos de este estancamiento existencial, cabría hacer hincapié en cómo –en la narrativa de Porzecanski– el contexto espacial en el que se ubican los relatos no siempre se corresponde con la ciudad de Montevideo y es más bien el cuerpo que “descoyuntado, se identifica con hogares [y lugares] deteriorados a su imagen y semejanza, como una prolongación de miembros y articulaciones en habitaciones [...] que reflejan el carácter de sus habitantes” (Aínsa, 2008: 62). Sin embargo, cuando la autora decide franquear las barreras de la anonimia geográfica, Montevideo aparece como una ciudad que muta empeorando y que cada año va despoblándose: no sólo pierde a sus habitantes más jóvenes sino que los que quedan van perdiendo sus rostros (como en el cuento “Inoportuno”, perteneciente a la recopilación Ciudad impune). La capital uruguaya se desdibuja y se convierte en un lugar atemporal y sin referencias geográficas, que uno de los protagonistas de La invención de los soles define como un espacio inconsistente y cambiante según varía el sujeto que la esté pensando: “Y además siempre puedo sostener que esta ciudad no existe, que la imagen de este lugar que tú imaginas en este tiempo, yo la imagino en otro lugar y en otro tiempo y que mi tiempo y tu tiempo son distintos y la grieta, la grieta es insalvable” (Porzecanski, 1994: 11-12) . La grieta –que va ampliándose– aparece como elemento de separación entre dimensiones autonómas y mundos prácticamente aislados entre sí; ésto, para que sea la mirada del lector la que descubra la oblicuidad de la perspectiva de la escritura y el porqué de la doble fragmentación: en la narración y en los cuerpos. Sobre los motivos de la existencia de los dos planos de discontinuidad la autora afirma que “hay una representación fragmentada porque eso es lo que uno puede percibir de los personajes [...]. Si la narración tuviera en cuenta todo lo que pasa y una continuidad y completud total, el lector vería reducidos sus espacios de interpretación” (Flori, 2000: 3). Esta misma fragmentación, hecha de percepciones subjetivas muy puntuales y de una articulación entrecortada de pensamientos sufridos, remite a los motivos dominantes presentes en el relato “La sombra”, de Enrique Jaramillo Levi, objeto de análisis del apartado que sigue.
II. Enrique Jaramillo Levi: el precario equilibrio del cuerpo y la palabra
Según observa Fernando Burgos en el tercer tomo de El cuento hispanoamericano en el siglo XX, en el relato “La sombra”, que se incluye –así como a se ha adelantado en la primera sección– en la recopilación Ahora que soy él, “la historia de la narración es intervenida por un halo poético de imágenes en el que se cruzan la visión onírica, el asedio de fantasías, la implosión erótica [...] el acercamiento a un centro ya perdido, la destrucción del cuerpo y el desplazamiento hacia el vínculo del nacimiento” (Burgos, 1997: 236). ). Se vislumbra en esta reflexión la presencia matizada de todos los motivos centrales de la obra de Porzecanski: así como en la narradora montevideana la creación literaria llega a identificarse con un proceso reproductivo según el que las palabras desarrollan una dinámicas de autofecundación, esta suerte de partenogénesis pregonada por la autora se convierte en “La sombra” en un sufrido iter de alumbramiento que representa el único anclaje del protagonista con la vida: “Broto plácida, casi lánguidamente de ti, madre, como lirio de las entrañas de un estanque: me recobro desde el misterio ... hasta que súbitamente algo se rompe y percibo el abandono y una extraña mezcla de odio y añoranza” (Jaramillo Levi, 1985: 79). Después del nacimiento, la existencia se desliza hacia una condición de sufrimiento hecho aún más terrible por las torturas, además que por el recuerdo de la separación del recién nacido del útero materno. La deconstrucción del cuerpo del personaje de Jaramillo Levi, consecuencia del acto deliberado de sus verdugos, encuentra un alivio momentáneo en la fuerza de la imaginación: así como la ciudad de Porzecanski no existe, en tanto que la imagen de ese lugar se modifica según cambie el sujeto que la esté imaginando, del mismo modo, la única huida posible para el narrador de “La sombra” reside en un desplazamiento imaginario, posible gracias al trabajo de la fantasía que le permite una ilusoria evasión-disolución: “déjenme ya, grito, ya no más, por favor, y una calma temblorosa empieza a instalarse, se extiende, duele, me hace querer volar nuevamente, por un rato me desplazo, soy nube radioactiva, floto, me disuelvo” (Jaramillo Levi, 1985: 80).
La detención en un espacio cerrado (¿una celda?) y las torturas reiteradas a las que es sometido el narrador –en una ciudad de ubicación geográfica indefinida de la que el protagonista percibe sólo “una infinita sensación de techos y azoteas por todas partes” (Jaramillo Levi, 1985: 80)– constituyen el marco pretextual en el que se inserta no sólo la narración de las violencias físicas sino también la continua exploración por parte del personaje de su mismo cuerpo. Si en Porzecanski el reconocimiento diario del cuerpo, la percepción material de sus partes, el contacto con sus texturas son procesos necesarios para que los protagonistas se sientan vivos, la misma exigencia se manifiesta en el prisionero de Jaramillo Levi: “otra vez reconozco los confines del cuarto y busco el espejo, me busco, necesito saber si aún estoy aquí, si existo” (Jaramillo Levi, 1985: 80). La revelación en primera persona de la violencia física a la que el yo lírico se ve expuesto devuelve con rudeza al lector “al episodio de una Historia terrible por la cual la sombra y el dolor advienen reales, la alucinación y la demencia, alternativas, y la fantasía de la reincorporación umbilical un refugio al temor de la destructividad” (Burgos, 1997: 236) .
El texto de Jaramillo Levi se presenta así como un flujo de conciencia ininterrumpido en el que la fuerza onírica de las palabras de la víctima instalan en el lector la imagen de un acoso que supera la mera persecución de la policía secreta (cinco sombras sin cara), para desembocar en una sensación de colapso del ser. Desde el interior de la celda, acosado por el terror de nuevos arrebatos de violencia por parte de sus victimarios, el protagonista se percibe a sí mismo al borde de una caída letal: “instalado en la cúspide de un insólito rascacielos, asediado por el viento y cinco sombras con zapatos, estoy al borde del abismo; sé que el momento del colapso no demora, si me empujan me recibiría un vacío insondable, y en seguida estoy cayendo hondamente y sigo cayendo una eternidad” (Jaramillo Levi, 1985: 80) .
Pese a que las condiciones de incomunicación y de fisura de los intercambios con los demás seres humanos que el narrador experimenta podrían ser leídas también como epifanías de una situación anímica individual del ser, una eventual lectura alegórica del relato en términos psicoanalíticos (esto es, interpretar la situación de incomunicación y fractura como consecuencia de los conflictos interiores del hombre contemporáneo) no debe posponer la centralidad de la denuncia sociopolítica presente en el relato de Jaramillo Levi. El confinamiento y la clausura del personaje reflejan la condición de víctima del individuo sometido a la tiranía de la dictadura y a los abusos del poder, y se consolidan como “funesta manifestación de la violenta ruptura de un sistema de convivencia social establecido. Las situaciones de evocación del bien perdido, del paraíso del pasado [...] adquieren ahora una clara interpretación política: [...] el paraíso que se añora es el sistema político democrático sobre el que se desarrollaba un orden familiar” (Promis, 1993: 249). En el cuento, frente a los anti-valores de la injusticia y la violencia, el protagonista manifiesta una actitud de evasión de la realidad inmediata mediante un retorno virtual al paraíso perdido de la infancia y a la sensación perdida de amparo y cobijo que experimentaba al contacto con el cuerpo materno.
La tangibilidad de la sensación de desamparo enlaza con una línea de denuncia presente en otros relatos del autor, de entre los que destaca por su proximidad temática “Toda la sangre” (1992), por al menos dos razones: el texto incorpora “el tema del atropello de las dictaduras militares que a menudo ha sufrido Latinoamérica. En este caso todo el relato funciona como significante cuyo significado apunta a su título” (Romero, 2004: 147), al mismo tiempo que está construido de manera tal que los efectos de la violencia física ejercida sobre las víctimas (la sangre que brota de los cuerpos) adquiere un rol activo: al salir torrencialmente del grifo doméstico de un alto cargo militar, el aluvión de sangre lo condena a morir ahogado. La némesis elaborada por Jaramillo Levi hace que al final el hombre entienda que “ese mar sanguinolento que le invade corresponde a cada una de sus víctimas, en sórdida, espeluznante venganza” (Romero, 2004: 147).
En el citado ensayo Fenomenología de la percepción, Merleau Ponty plantea que el cuerpo humano representa, junto a lo externo real, la base de la conciencia, lo cual implica una suerte de compromiso existencial entre el individuo y sus circunstancias; el filósofo francés subraya en particular la relevancia de la percepción que permite la comprensión del Otro mediante el conocimiento del propio cuerpo: “Es por mi cuerpo que comprendo al otro, como es por mi cuerpo que percibo las cosas” (Merleau Ponty, 1985: 106). El cuerpo se afirma como base de la conciencia y la aprehensión de ésta ocurre mediante el reconocimiento y el reencuentro con la corporeidad: la aplicación de esta reflexiones al texto de Jarmillo Levi permite observar cómo en el relato el personaje se afana en la comprobación de su integridad física, y lo hace no ya filtrando su exploración a través de la mirada del verdugo –como ocurría en los textos de Porzecanski, Pizarnik y Valenzuela– sino a través de la confrontación con un espejo, que le remite su imagen devastada: “algo se ha movido entre las sábanas, se tuerce; veo cómo se asoma una cabeza despeinada, se abren los hinchados ojos [...] ; se ha levantado y busca el espejo; ambos vemos detrás de su figura, que es la mía avejentada y torpe [...] la tranquila imagen de un estanque” (Jaramillo Levi, 1985: 81). La modalidad de exploración del cuerpo deja de acaecer mediante un registro físico –el contacto de la manos con los miembros dolidos– y ya no aparece mediada por la mirada del victimario: por el contrario, la víctima interactúa con ese doble que le remite el espejo y trata de evadirse mediante la imaginación, que reproduce y proyecta un medio espacial sosegado y plácido (el estanque).
Si, como sostiene Merleau Ponty, la comprensión del otro pasa por el conocimiento del propio cuerpo, se hace ineludible acercarse a la imagen que el espejo devuelve, hasta que el sujeto y su doble coincidan en una unidad: “sentimos una atracción creciente llamándonos; salgo del sitio abstracto que me guarda y me desplazo hacia el cuerpo que continua mirándose en el espejo; me fundo con él y caminamos hacia el estanque sin encontrar obstáculos en el camino; en el agua reposan un lirio y su reflejo” (Jaramillo Levi, 1985: 81). Reestablecida la unión entre la imagen que aparece en el espejo de la celda y su misma corporeidad, el narrador efectúa una suerte de regreso a la ceremonia sagrada del nacimiento: como en una estructura circular, el alumbramiento descrito al comienzo del relato deja lugar a una nueva descripción de un parto –esta vez onírico– creado por la imaginación de la víctima, que fantasea con “una mujer doblada hacia adelante extrayendo de su centro una flor blanca que se va abriendo en sus manos mientras la poderosa luz que irradia enciende el perfil de cada cosa en el cuarto y me permite recordar por un brevísimo instante cómo he tenido que hundirme en la demencia como en un regazo tierno para poder resistir las torturas a las que he sido sometido” (Jaramillo Levi, 1985: 82).
El narrador no sólo se despierta a una reflexión acerca de la pureza primordial (la flor blanca que brota en una inundación de luz) injuriada por el furor y la ferocidad humanos, sino que se desplaza, mediante un ejercicio conjunto de rememoración e imaginación, hacia un pasado del que no puede tener memoria (su nacimiento), pero que le pertenece como ser humano. En el sagrado misterio del parto, el proceso mental del protagonista sigue un camino circular: si al comienzo del relato era él quien brotaba del vientre materno, ahora este recuerdo innato se traslada a una imagen de pureza (el lirio blanco) cuya estridencia contrastiva con la brutalidad de las torturas es patente. El narrador consigue alcanzar concienca de sí como ser humano gracias –paradójicamente– a esta rememoración inconsciente, que le permite preservar una suerte de integridad física residual. El poder de la memoria como herramienta para salvaguardar la continuidad temporal del hombre es analizada en profundidad por Paul Ricoeur en su completo ensayo La memoria, la historia, el olvido; afirma el filósofo de Valence que
en la memoria parece residir el vínculo original de la conciencia con el pasado. [...] La memoria es el pasado y este pasado es él de mis impresiones; este pasado es mi pasado. Por este rasgo precisamente la memoria garantiza la continuidad temportal de la persona... Esta continuidad me permite remontarme sin ruptura del presente vivido hasta los acontecimientos más lejanos de mi infancia [...] La memoria sigue siendo la capacidad de recorrer, de remontar el tiempo, sin que nada prohíba, en principio, proseguir, sin solución de continuidad, este movimiento (Ricoeur, 2003: 128-129).
La autodesignación del sujeto a una demencia intencional es una elección que ofrece al protagonista la posibilidad una perduración corporal: transferir el horror y el dolor de las torturas de los miembros ultrajados a una dimensión inmaterial –constituida al mismo tiempo por recuerdos inconscientes de imágenes primordiales y por la deliberada demencia– permite al individuo mantener una integridad física residual, indispensable para seguir conectado con el mundo de los humanos, así como observa Merleau Ponty: "El cuerpo es el vehículo del ser del mundo, y poseer un cuerpo es para un viviente conectar con un medio definido, confundirse con ciertos proyectos y comprometerse continuamente con ellos" (Merleau Ponty, 1985: 100).
En conclusión, tanto en los personajes de Porzecanski como en los de Jaramillo Levi es posible vislumbrar dos motivos comunes y recurrentes, que pueden resumirse en los siguientes rasgos: en un primer plano, la constante presencia de procesos de inspección del cuerpo y sus texturas se plantean como itinera que hacen coincidir las dinámicas de reconocimiento con una comprobación de la “persistencia del yo” mediante el contacto con la fisicidad (entendido como un registro físico indispensable para la autodefinición). Al mismo tiempo, el segundo motivo compartido apunta a las dinámicas de disgregación y fragmentación del cuerpo como resultado de agresiones violentas a la corporeidad humana: la pérdida de cohesión vendría a ser, en esta modalidad, la consecuencia de atentados perpetrados contra la integridad del sujeto. Frente a distintas formas de tortura –concebidas como aniquilación del ser– los protagonistas ficcionales de ambos narradores evidencian la ausencia de lo que Friedrich Nietzsche, en su ensayo Genealogía de la moral (1887), define como ressentiment, es decir la sensación de desquite que experimenta el ser humano perseguido: este término, que puede coincidir con el vocablo castellano “resentimiento”, consiste en la imaginaria venganza a la que se entregan aquellos individuos vejados y perseguidos que se demuestran incapaces de resistir –mediante una reacción directa– a la opresión. Una revancha imaginaria que no pertenece a los antihéroes de Porzeanski y Jaramillo Levi: si se analizan las intuiciones de Nietzsche acerca del placer que los seres humanos experimentan al ejercer formas distintas de crueldad, se observa cómo el esquema psicológico dominante convierte al mismo “yo” en el blanco más atractivo de la crueldad humana. El impulso autodestructivo o de inercia frente a la vejación se postula como una especie de autotortura que constituye el último recurso de quienes –como los protagonistas de las narraciones examinadas– no pueden ejercer su voluntad en una sociedad que no comprenden.
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